Hay un extraño sino en la muerte de los homosexuales. Los homosexuales morimos solos, doblemente solos. Cargando con la soledad individual de todos los seres humanos, pero agregando la soledad social. Y esto lo advertimos con mayor brutalidad ante el final de dos jóvenes que se cruzan en el tiempo.
Como si la historia se repitiera implacable entre un continente y otro, el trágico fin de Daniel Zamudio, el muchacho chileno torturado y asesinado por su condición sexual, remite inexorablemente a lo ocurrido a Matthew Sheppard en las cercanías de Laramie, Wyoming, en 1998. Han transcurrido 14 años entre un crimen y otro, pero allí están los fríos datos que cierran esta especie de círculo de espanto. Matthew Sheppard tenía 22 años y era estudiante universitario. Conoció a sus dos asesinos -ambos de 21 años-, en un bar, y según los testimonios de la querella criminal, lo engañaron para que se fueran juntos. Por cierto, engañar es un eufemismo de seducir. En un área remota, en pleno campo, fue golpeado con una pistola y luego atado a una cerca en donde los agresores continuaron azotándolo. Dieciocho horas después fue descubierto por un hombre que pasó por casualidad por el paraje. El hombre pensó que se trataba de un espantapájaros desarticulado. No podía ser de otra forma: Matthew estaba en coma con daños en el tronco encefálico, el hueso occipital, y laceraciones múltiples en la cabeza, el rostro y el cuello. Jamás recobró la conciencia. Agonizó seis días en un hospital de Colorado.
Su pobre hermano del tercer mundo tenía 24 años y dadas las malas condiciones de la educación en Chile -este país que se ufana de su próspera economía-, no había terminado sus estudios de enseñanza media. Sus cuatro agresores, también jóvenes, no tuvieron que conducirlo a un territorio baldío al cometer la masacre en un central parque de Santiago. Daniel se aferró a la vida por largos 25 días, como si el espíritu de Sheppard hubiese podido protegerlo, susurrando a su oído que no se diera por vencido.
Sheppard se convirtió en un baluarte nacional en su patria. Zamudio va camino a convertirse en leyenda en Chile. El asesinato de Sheppard sirvió -si es que un asesinato pudiese servir de algo- para aprobar en 2009 la ley de prevención de delitos de odio que lleva su nombre. Es posible que en Chile aparezca también una Ley Zamudio. Pero son, a mi juicio, leyes que, como algunos medicamentos, están llenas de contraindicaciones o de negativos efectos secundarios. Están hechas por los sectores más reaccionarios y posiblemente religiosos de la sociedad, cualquiera sea su afiliación política. Aquellos que detectan el poder en donde el homosexual puede ser tolerado, pero sin auténtica aceptación, sin que se considere la homosexualidad como una alternativa válida de conducta afectiva y social. Esta suerte de “tolerancia represiva” como la llama Marcuse, es evidentemente menos grave que la persecución cruenta de otras décadas e intentará hacer creer a los buenos ciudadanos, para que puedan dormir en paz, que los homosexuales estarán a salvo del agravio y el crimen.
Uno de los hermanos de Daniel Zamudio da vagas señales de su vida a un periódico chileno, intentando acercarlo, pero en ese intento lo aleja aún más, lo deja más solo. “Nunca me metí en su vida privada -dice- y por lo mismo no voy a hablar de ella”. De inmediato agrega que Daniel soñaba con ser padre, que tenía arrastre con las mujeres. De esa vida privada sí es necesario hablar. Una leve relación de lo que pudo acercarlo al mundo de la normalidad heterosexual y de la cual, podría deducirse, nunca debió alejarse.
En las dos noches de velatorio, en el pasaje de una población en San Bernardo, sector popular de Santiago, las humildes vecinas hablan de los hechos casi como si se encontraran en medio de un programa de televisión. Dicen que en esas calles todos son muy unidos, que Daniel era una buena persona, un buen miembro de esa suerte de reality, más terrible que los transmitidos por la televisión pública, pero tal como señala Oscar Contardo en su libro “Raro”, una historia gay de Chile, van a enterrar a un hombre “que apenas conocieron. Jamás supieron de sus amores, sus frustraciones, sus pasiones, ni del intenso temor que le provocaba la posibilidad de que lo rechazaran.” ¿Sería así? ¿Lo habrán conocido realmente alguna vez sus padres y sus hermanos? “Hacer una historia sobre aquello de lo que no se habla es hacer una historia sobre el temor” dice Contardo: “El de los vivos y el de los muertos”. Daniel Zamudio ya está muerto para sentir ningún temor y ese parece ser el gran triunfo apaciguador de la muerte.
Cyril, uno de los dos hijos de Oscar Wilde, muerto en la primera guerra mundial en 1915, a los 30 años, sufrió, por el contrario, el desgarrador temor de los vivos. En una carta a su hermano Vyvyan le explicaba: “Durante todos estos años mi supremo incentivo ha sido borrar aquella mancha; reivindicar, de ser posible, con algún acto mío, un nombre que ya no era honrado en la patria. Cuando más pensaba en esto, más convencido me sentía de que, ante todo y sobre todo, yo tenía que ser un hombre. Era preciso que no pudiera tachárseme nunca de artista decadente, de esteta afeminado, de anormal enclenque”.
La homofobia española ha acuñado una triste forma de llamar a los homosexuales, “más maricones que palomos cojos”, aludiendo al hecho de que el ave macho cubre a la hembra que pisa para fecundarla. ¡Cuán difícil le resultaría ese acto a un palomo cojo! El escritor Eduardo Mendicutti rescató esa figura en una de sus más entrañables novelas. Mientras la sociedad heterosexual no les dé el cuarto que les pertenece por derecho en sus casas, nuestros palomos cojos tendrán que seguir recorriendo las ciudades a solas, expuestos al delito, cruzando ríos peligrosos, aventurándose en parques oscuros, cada vez más lejos de la casa negada, para encontrar algo que se parezca al amor. Uno de los inculpados señaló que en el momento final de la tortura a Daniel, “le hicieron como una palanca en la pierna, y ahí se quebró, sonaron como unos huesos de pollo”. Tal vez, mientras le rompían la pierna a este tierno palomo cojo desconocido, él pensaba en lo solo que se había quedado, en lo solo que se iba a morir; como el niño de Eduardo Mendicutti, le tocaría ser una de esas personas que andan solitarias por el mundo.