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Figura cuestionada: buscan tumbar estatua de Cristóbal Colón
Miércoles, Septiembre 28, 2016 - 10:03

Partido de izquierda español ve el monumento en Barcelona como una alabanza al colonialismo y al esclavismo.

Al final del paseo de La Rambla, en Barcelona, hay una estatua enhiesta del navegante Cristóbal Colón, el mismo que nunca supo a dónde llegó pero se enorgulleció de haber llegado. La estatua, de 60 metros de altura y que también funge como mirador para los turistas, es un tributo a las proezas que Colón pergeñó en 1492, cuando enrumbó hacia las Indias imaginadas y se encontró con las tierras que hoy se llaman América. Es un tributo, también, a los Reyes Católicos, que por entonces habían unido los reinos de Castilla y Aragón y expulsado sin opción de vuelta a cuanto morisco y judío existiera en su territorio. Y también es, según un partido de izquierda español, una alabanza al colonialismo y al esclavismo que se gestaron desde el momento en que el ignaro Colón entró en región indígena.
 
El partido de independista de izquierda CUP pide que la estatua caiga. “Sólo nos han enseñado la cara amable de esta persona —dice Josep Garganté, uno de sus dirigentes—, pero, por ejemplo, en sus diarios Colón dice que con cincuenta hombres puede subyugar a todos (los indígenas) y hacerlos muy buenos criados”. Además de la reivindicación histórica que esperan formular con la caída de la estatua, el partido espera que el 12 de octubre, el día en que se celebra la llegada de Colón a las tierras indígenas, sea un día laborable. Sin fiesta. Sin augurios de ornato ni reposo. Un día como cualquier otro. Como casi todos los otros: un día olvidable.
 
La memoria de Colón ha sido rebatida en el siglo XX en varias ocasiones y desde varias alas. Sociólogos como el húngaro Tzvetan Todorov reformularon el entusiasmo que sigue a la Conquista: sí, habrá que aceptar que la colonización sucedió y también que hubo una invasión horrorosa. Ésa fue la historia y la contaron los vencedores, porque de los vencidos quedó poco. Hay, sin embargo, asuntos que merecen un trato adecuado y que la historia oficial ha descuidado.
 
De entrada, el descubrimiento de América no fue un descubrimiento. Las tierras ya existían, estaban allí sin que los españoles lo sospecharan. Más que un descubrimiento, fue un encuentro. Quizás el genocidio más grande de la historia: según cifras indecisas que recoge Todorov en su libro La conquista de América: el problema del otro (Siglo XXI Editores), 70 millones de indígenas murieron por causa directa o indirecta de la conquista que impulsaron los españoles. Murieron por sus lanzas y sus mosquetes; murieron por las enfermedades que trajeron los foráneos; murieron por el maltrato y el hambre. América siempre ha sido un continente que no puede lamentar a sus muertos.
 
Y quizá, como tantea el título, más que un encuentro fue una conquista: Colón y sus huestes, españoles y aventureros precoces que provenían de los estratos más desahuciados, debían fomentar el culto a la religión y a la Corona española. De entrada, era un golpe: un golpe rotundo. Desconocía las formas tributarias de los indígenas —que serían rescatadas en parte por Bartolomé de las Casas—, desdeñaba su espiritualidad y desollaba, como león que arrasa con una danta indefensa, sus costumbres sociales. La conquista fue impúdica y desigual: aquí estaban los españoles con sus armas y su pólvora y allá estaban los indígenas con sus venenos y su resistencia malévola. La ventaja estuvo siempre —casi siempre, hay lugar a duda— del lado español. Ellos eran la sorpresa, aunque a su vez estuvieran sorprendidos. Por eso Cortés, ante las dudas generales de los indígenas sobre su buen juicio, aprovechó su barba copiosa y su portento caballeresco para ejecutar una treta que nadie olvidará: hacerse pasar por un espíritu tolteca que venían a vengar las desavenencias que los aztecas habían cometido sobre aquel pueblo.
 
 
Fue una conquista inteligente, sin duda.
 
Colón era, en cierto sentido, un pequeño niño ingenuo. Sus objetivos eran genuinos y perseguían sus convicciones: la expansión de la Iglesia católica y el honor eterno para los Reyes Católicos. Los indígenas tenían que hacer parte de ello. Tenían que hablar español y entender la lengua —el mismo año en que Colón llegó a tierra indígena, fue publicada la Gramática de Antonio de Nebrija— y debían ajustarse, por mandato divino, porque no había duda de que su dios había también creado a la torva indígena que nada comprendía, a los preceptos de la ley y el justo vivir de la España colonialista. A cientos los convirtieron en esclavos; violaron a las mujeres; asesinaron a los niños; sajaron a los rebeldes. A una mujer en lo que es hoy México la condenaron a las dentelladas de los canes, esos pequeños cuadrúpedos de dientes filosos que nunca habían visto. A otros los arrastraron atados a las patas de un caballo hasta que se trocaron en jirones de nervios y carne, vasta herencia que retomaron los paramilitares. La estatua de Colón, que en los días más claros place la vista de los turistas, significa todo eso.
 
Significa, también, el cruce de dos culturas. Según se vea, significa la muerte entera de una cultura. ¿Cuántas lenguas indígenas quedaron vivas tras el asentamiento español? ¿Cuántos libros, de los pocos que registraban su historia, fueron salvados de la pira? ¿Qué quedó de las tradiciones religiosas? La salvación etnológica de las culturas indígenas resulta, en cierto modo, un sentido mea culpa tardío. Porque los españoles no pidieron perdón. Porque las muertes se sucedieron sin que nadie dijera nada. Porque el poder era el poder y quien lo tenía mandaba.
 
El revisionismo histórico, sin embargo, es inútil. Juzgar los actos de Colón seis siglos después es injusto, aunque sepamos qué veía Colón cuando desembarcó en esa isla virgen: no veía a hombres y a mujeres, sino a indios, a formas que debían quedar bajo su mando y el de Dios (escribe Todorov: “Colón sólo habla de los hombres que ve porque, después de todo, ellos también forman parte del paisaje”); veía sirenas cuando encontraba peces largos; veía toda la mitología griega envuelta en las selvas. Es decir, sólo se veía a sí mismo. Porque Colón nunca entendió qué eran esas tierras y quiénes las habitaban. Para aprender hay que desaprender, y Colón era un fiero seguidor de la Iglesia y el poder establecido: estaba condenado al analfabetismo real. Nunca entendió su lengua, ni se esforzó por entenderla (Bartolomé de las Casas escribió: “Al revés entendían de lo que los indios por señas les hablaban”), y pensó siempre que seguro era un reducto informe de las lenguas del imperio romano. Nunca salió de su ignorancia. Vivió en un lugar que nunca conoció. Por puro castigo moral, la estatua debería seguir donde está: para recordar cuán peligrosa es la ignorancia.

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El Espectador