Mientras el gobierno de Evo Morales se abre a discutir el uso de biotecnología en la producción agrícola, en otros países, como Chile, el debate se posterga.
Rara vez los políticos sorprenden y se salen de su libreto. Ese momento ocurrió el 20 de abril en Santa Cruz de la Sierra. “Si vamos a implementar el uso de semillas transgénicas en la producción de alimentos, entonces tenemos que empezar a definir en qué productos se aplicarán y el tiempo que se utilizarán”, señaló el presidente Evo Morales durante la inauguración de un encuentro del sector agrícola boliviano.
Sucede que la inestabilidad en el precio del petróleo ha empujado al gobierno de Morales a buscar en el sector agropecuario el contrapeso que permita continuar con la bonanza económica. Nemesia Achacoll, ministra de Desarrollo Rural y Tierras, anunció que el gobierno dejará el debate sobre la utilización de transgénicos en manos de los productores, y señaló la posibilidad de establecer una mesa de diálogo.
Hay otra razón: comparado con los países de la región, Bolivia tiene un bajo rendimiento agrícola, lo que le obliga a importar alimentos para satisfacer la demanda interna. Los últimos datos muestran que ocupa el último lugar en la producción de papa, el penúltimo en arroz y maíz, y sólo supera a Ecuador y Venezuela en la cosecha de trigo, según señala René Gonzalo Orellana, ministro de Planificación, en la cumbre Sembrando Bolivia. De ahí el cambio de tono y la apertura a una introducción zonificada de biotecnología. Edilberto Osinaga, gerente general de la Cámara Agropecuaria del Oriente (CAO), grupo que lidera la demanda de un cambio a favor de la biotecnología, se muestra optimista en este sentido.
Resultados
Se puede decir que hasta ahora el sector agropecuario ocupa el vagón de cola del tren económico boliviano. El PIB sectorial pasó de US$3.700 millones en 2005, a US$4.800 en 2014, en circunstancias que la economía en su conjunto se multiplicó por un factor de 3,5 en el mismo lapso.
El objetivo del gobierno de Morales es alcanzar un PIB agropecuario y agroindustrial de US$10.000 millones para el año 2020 y ampliar la frontera agrícola a razón de un millón de hectáreas por año, lo que implicaría pasar de los 3,7 millones de hectáreas actuales hasta alcanzar los 9 millones.
Con el objetivo de mejorar la producción, los representantes agroindustriales del Oriente boliviano plantearon cuatro pilares a ser considerados por el gobierno: seguridad jurídica, infraestructuras, libertad de exportación y biotecnología. En la cumbre hubo consenso en los tres primeros temas, pero el debate de los transgénicos quedó en suspenso. La postura de la CAO es que si el Gobierno exige más producción, ésta tiene que venir acompañada por la regulación de los transgénicos, para así poder asegurar buenos rendimientos y proveer al mercado interno. Países como Brasil, Uruguay y Paraguay producen 13 veces más por hectárea, fumigando mucho menos. Mientras tanto, Bolivia muestra signos de desabastecimiento, lo que la obliga a importar alimentos que a la postre, en muchos casos, resultan ser transgénicos.
La productividad del maíz apenas ha variado en 50 años, y se sitúa en 2,5 toneladas por hectárea, mientras que los países vecinos llegan a producir siete toneladas. Incluso con maíz híbrido, los rendimientos han ido disminuyendo en los últimos años, lo que ha provocado un desabastecimiento en la industria avícola, que ha incidido en los precios de la carne de pollo.
Otro caso destacado es el del algodón. Hace cinco años había 30.000 hectáreas dedicadas al algodón, pero por una cuestión de competitividad esta cantidad se ha visto reducida a su mínima expresión, y actualmente apenas se cultivan 3.000 hectáreas.
Además, la industria textil prefiere importar algodón de Paraguay o Colombia, que resulta ser de mejor calidad. Eso, teniendo en cuenta que la industria demanda lo que equivaldría a unas 20.000 hectáreas, supone una gran pérdida de divisas para el país.
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El debate
Pocos temas generan tanta pasión como los organismos genéticamente modificados. En el imaginario de muchos latinoamericanos se les asocia con el gas mostaza y las prácticas contractuales draconianas de la estadounidense Monsanto. En Chile, país donde la multinacional produce semillas modificadas para el mercado de exportación, el debate sobre la adopción de un nuevo marco normativo no prosperó.
Se trataba de la Ley de Obtentores Vegetales, basada en la normativa internacional UPOV91, que da protección legal a las modificaciones de cualquier especie que se introduzcan en una semilla. Las organizaciones ambientalistas logaron con éxito que el proyecto fuera conocido como “Ley Monsanto”, pese a que poco tenía que ver con la empresa y con los OGM.
El proyecto de ley había sido aprobado por una comisión del Senado, pero las presiones sobre el gobierno de Michelle Bachelet se acumularon, llevando al Ejecutivo a postergar indefinidamente el debate.
Según Osinaga, representante de los agricultores bolivianos, los detractores de los transgénicos tienen pocos argumentos que alegar contra el algodón genéticamente modificado, ya que éste no es para el consumo humano, y la biotecnología dispararía la producción y generaría, al mismo tiempo, importantes incentivos para la industria nacional.
Los detractores afirman que los transgénicos contaminan la tierra, pueden ser perjudiciales para el ser humano, o que harán desaparecer a las especies autóctonas. Justino Loayza, presidente del Comité Integrador de Organizaciones Económicas Campesinas de Bolivia (CIOEC), alega que “allí donde se siembra soya no queda ni una mosca viva y la producción depende de los químicos”.
Exagera, pero algo de razón tiene. Argentina es un caso claro de uso y abuso de glifosato, el herbicida asociado al paquete tecnológico de Monsanto, que sí ha provocado externalidades negativas en personas y especies vivas.
Osinaga insiste en que “la agricultura orgánica y la transgénica son perfectamente compatibles”, y de hecho, destaca el caso de la propia Argentina, que es el segundo productor de alimentos orgánicos, detrás de Australia. También señala que, gracias a los cambios genéticos, estas plantas requieren mucho menos herbicidas e insecticidas que los cultivos orgánicos. “El problema es la falta de información sobre el tema”, sentencia.
Exagera también, pues existe evidencia empírica y documentada en medios y journals académicos de EE.UU. y otros países del surgimiento de plagas resistentes al glifosato. En vez de usar menos productos químicos, se utilizan más.
Lo curioso es que los transgénicos llevan muchos años en Bolivia. De hecho, al menos durante una década se han utilizado semillas de soya genéticamente modificadas y resistentes al glisofato. Estas semillas suponen alrededor del 95% de los cultivos de soya del país, en más de un millón de hectáreas.
La propuesta de los grandes agricultores del Oriente boliviano es permitir que los transgénicos entren en el país gradualmente, en zonas definidas, investigando paralelamente qué variedades son las que mejores resultados dan, tanto en el caso del maíz, la soya y el algodón, como así en otros productos que ya se están investigando.
En cualquier caso, y en aras de un debate más serio, atrás quedaron las estrambóticas palabras del presidente boliviano, que en abril de 2010 afirmó que la comida transgénica es la responsable de las “desviaciones” de los hombres hacia la homosexualidad y de la calvicie en Europa. Eran otros tiempos.