La noticia de que el Global Barometer of Hope and Happiness ha clasificado a Colombia por segundo año consecutivo como el país más feliz del mundo ha generado reacciones encontradas. Para muchos es difícil entender cómo un país con algunos de los peores indicadores del mundo en materia de violencia, inseguridad, corrupción o equidad social, pueda percibirse como un país feliz. Pero en vez de cuestionar la validez de los resultados, o la rigurosidad de este y muchos otros estudios que consistentemente nos clasifican como uno de los pueblos más felices, quizá lo procedente es admitir la posibilidad de que realmente somos más felices, y buscar las causas de esa felicidad. Una comprensión de los determinantes de nuestra felicidad sería no solo más constructiva sino además mucho más valiosa para eventuales aplicaciones en economía, negocios, mercadeo o políticas públicas, entre otros campos.
Dado un predominante sesgo utilitarista, la riqueza material suele proponerse como un predictor importante de la felicidad. Aunque la sabiduría popular afirme recurrentemente que el dinero no hace la felicidad, hay abundante evidencia de que sí hay una relación entre nivel económico y satisfacción de vida, y que al aumentar los niveles de bienestar material mejoran los índices de felicidad. Pero solo hasta cierto punto. Existe un umbral máximo de felicidad que aparentemente no puede superarse aunque se acumulen riquezas adicionales. Este fenómeno, conocido como la paradoja de Easterlin, se ha intentado explicar desde diferentes teorías de satisfacción de necesidades.
Más intrigante aún es el hecho de que algunos países parecen apartarse de esta relación positiva entre riqueza y felicidad. Algunos -como Colombia- logran ser felices en condiciones adversas, mientras que otros son relativamente infelices a pesar de su prosperidad. Para explicar estos resultados atípicos, puede ser útil analizar la relación entre riqueza y felicidad como una relación entre pobreza e infelicidad. De forma más general, la relación más clara parece darse entre la adversidad -siendo la pobreza solo un caso particular- y la infelicidad. Si lo que realmente miden estudios como el del barómetro global es la relación entre la adversidad ambiental y la infelicidad de los pueblos, es más fácil identificar aquellos factores situacionales que moderan dicha relación, y que por ende pueden explicar la variabilidad de resultados en general y el caso de Colombia en particular. Si existen factores culturales que hacen más llevaderas las situaciones adversas, y que por lo tanto inoculan de alguna manera a los individuos contra la infelicidad, resulta totalmente comprensible que países como el nuestro sean más felices -o menos infelices- que el resto.
Uno de los factores inoculantes de mayor impacto parece ser nuestra orientación altamente colectivista. Tenemos una mayor propensión a actividades en grupo y a mantener lazos familiares duraderos que la mayoría de los países del mundo. Diversos estudios de psicología social han mostrado que el colectivismo puede ser un mecanismo efectivo de defensa contra factores adversos, tales como situaciones de pobreza o violencia extremas. Nuestra naturaleza colectivista explicaría así la posición privilegiada que solemos ocupar en los rankings de felicidad, y el por qué países muy prósperos -pero altamente individualistas- son más infelices que nosotros. Si en verdad estamos programados culturalmente para sobrellevar la adversidad de forma más efectiva que el resto del planeta, no resulta entonces descabellado que califiquemos repetidamente como los más felices, a pesar de todo lo que sucede en nuestro territorio. O debido precisamente a ello.