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Los jóvenes homosexuales y su nuevo hogar
Mar, 13/11/2012 - 19:41

Jorge Marchant Lazcano

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Jorge Marchant Lazcano

Jorge Marchant Lazcano es escritor chileno, ganador del Premio Altazor 2007 por su novela "Sangre como la mía" (Edición definitiva, Tajamar Editores, Chile, 2012). Su más recientes novelas son "El amante sin rostro" (Tajamar Editores, 2008) y"El ángel de la patria" (Random House, Chile, 2010).

En un gesto de plena madurez, el público asistente al Festival de cine gay convocado por el Movimiento de Integración y Liberación Homosexual (Movilh) en Chile, premió a la película inglesa “Weekend” del realizador Andrew Haigh. A primera vista, parece casi un contrasentido que parte de una comunidad que demanda matrimonio y acuerdo de vida en pareja en el jolgorio de estridentes marchas callejeras, pueda crear lazos de intimidad con una película tan contenida, analítica y triste como lo es “Weekend”. Pero tras una primera revisión es posible comprender el pensamiento de los jóvenes homosexuales chilenos al casi intuir esta historia como un reflejo de ellos mismos. 

Russell y Glen, dos muchachos de clase baja inglesa, se conocen casualmente en una discoteque gay, en una ciudad provinciana asediada por la homofobia: en el transporte público (en donde otros chicos heterosexuales se burlan del comportamiento de los gays), en sus mismos barrios proletarios, en estaciones de ferrocarriles.

Russell, quien no ha conocido a sus padres y se ha criado en orfanatos, ha construido una vida doméstica a su medida y es el proveedor de un espacio para intimidar. Glen, en cambio, más preparado intelectualmente, trabajador en el terreno del arte, más combativo y confrontacional respecto a la visibilidad homosexual, no parece tener un “cuarto propio” y no manifiesta mayor interés en establecerse con una pareja.

Pese al interés de Russell, Glen ha tomado la decisión de escapar hacia los Estados Unidos -tal vez como una forma de una vida mejor-, sueño que cruza a jóvenes en las más diversas latitudes. Llama la atención cuando tienen sexo, aun a pesar del exceso de trago y drogas, sólo se masturban, como si el tema del sida les impidiera una mayor profundización en su relación, lo que es, sin duda, un asunto mayor. Larry Kramer, el activista norteamericano fundador de Gay Men Health Crisis, la mayor organización de apoyo a los enfermos de sida en Nueva York, hizo ver hace algún tiempo la tremenda consecuencia de que, por el resto de nuestras vidas, probablemente por el resto de la vida en el planeta, tendremos que tener sexo con otras personas con condón. Los jóvenes se iniciarán en el sexo necesariamente en esas condiciones ante la amenaza de la infección. Parece una exageración, pero en alguna medida no lo es.

En más de una ocasión he señalado que, aun cuando tuviéramos un acuerdo de vida en pareja (el matrimonio homosexual en un país tan conservador como Chile es altamente improbable), pocos muchachos tendrían acceso a la factibilidad de aquella nueva forma de vida familiar. No están dadas las más básicas condiciones económicas en nuestros países para que ello ocurriera, y menos aún las condiciones sociales y culturales para que parejas tan diversas puedan convivir en paz sin el asedio de la “otra” sociedad.

A fines de los años 70 -hace más de 30 años- el escritor mexicano José Ramón Enríquez publicó en España el volumen “El homosexual ante la sociedad enferma”, aproximaciones a la cuestión homosexual que aún hoy parecen estar pendientes. Escribió Enríquez: “Por más que se quiera desvirtuar la lucha reivindicatoria de los homosexuales presentándola como producto de una moda de laxitud moral, si algo demuestra es, precisamente, la inmoralidad de una sociedad que reprime por sistema cualquier manifestación de diferencia… No se trata de una juventud desorientada, sino de una minoría humillada que ha venido dando pasos fundamentales desde el siglo pasado, hasta arrancar de sí la convicción de que su marginamiento es algo intrínseco a su condición, hasta aceptarse con orgullo y señalar a la sociedad represora como la auténtica enferma.”

Aquella generación ya se hizo vieja, muchos de ellos ni siquiera sobrevivieron al desastre acumulado por la enfermedad y la represión, y si algo sobrevive está lejos de la “laxitud moral”, por el contrario, manifiesta la necesidad de establecer para siempre el derecho a la diferencia. 

Estamos rodeados de hombres jóvenes como Russell y Glen, con sus virtudes y sus carencias, a un paso de convertirse finalmente en adultos con todo lo que ello implica. Respeto por sí mismos y sus afectos, responsabilidades de convivencia frente a una sociedad que tiene que sacudirse su propia flojera. Ya es hora. No podemos seguir acumulando generaciones frustradas. Ya es hora de que Russell y Glen formen su propio hogar.