La demencia, decía Einstein, es hacer las mismas cosas esperando un resultado distinto. Hace 30 años, en el contexto de una severa recesión, México optó por emprender el rumbo de la apertura económica como medio para recuperar el crecimiento que, desde fines de los 60, había sido cada vez más escaso. En esa primera era de reformas se privatizó un amplio número de empresas (telefonía, bancos, televisoras, acereras, fertilizantes). El resultado no gustó a una parte de la población: aunque algunas de las empresas privatizadas prosperaron de manera incontenible, otras (sobre todo los bancos) acabaron colapsándose y generando un enorme costo que pagó la población a través de sus impuestos. Pero, más importante para el debate actual, es que muchas de las que prosperaron se convirtieron en oligopolios que obstaculizan la capacidad creativa de la población, reduciendo el crecimiento potencial de la economía. Lamentablemente, todo indica que en las reformas que ahora se discuten estamos avanzando exactamente en la misma dirección.
Los países que han sido exitosos en la apertura de sus economías -sobre todo en lo que toca a la liberalización de mercados protegidos, especialmente aquellos dominados por empresas paraestatales- comparten una característica: todos construyeron esquemas competitivos para el funcionamiento del mercado específico. Así ocurrió en Inglaterra y Chile, dos casos exitosos bajo cualquier medida. En México se procedió de manera distinta: se transfirió la propiedad de antiguos monopolios a inversionistas privados sin crear un mercado competitivo en el que la transparencia y la competencia fueran los factores determinantes del resultado.
Recuerdo un panel al final de los 80 en que se encontraba un miembro prominente del equipo mexicano que era responsable de privatizar, así como la persona que había sido encargado de las privatizaciones en el gobierno chileno unos años antes. El funcionario mexicano planteó cuál era su lógica en el proceso de venta y qué lecciones habían aprendido. Sobre lo primero afirmó que el criterio más importante era que ganara el mayor postor pues eso garantizaba la transparencia del proceso. Sobre lo segundo explicó que expertos en el asunto les habían recomendado que comenzaran por empresas pequeñas para adquirir experiencia pero que habían decidido proceder con las grandes para enviar una sólida señal a los inversionistas. El funcionario chileno traía una larga presentación, pero se levantó y dijo que él había entendido que todavía no se iniciaba el proceso y que no presentaría lo que había preparado porque no quería que pareciera una crítica a lo que el funcionario mexicano había expresado. Concluyó su comentario –que duró difícilmente dos minutos- diciendo que en Chile el criterio había sido, no el dinero, sino la estructura del mercado que quedaría después de la privatización, pues lo importante para ellos no había sido la recaudación sino el desarrollo posterior de la industria. Su crítica fue breve, pero devastadora. Los años siguientes le dieron la razón, allá y aquí.
Un cuarto de siglo después la discusión en México revela que no se ha aprendido nada. En lugar de deliberar sobre cómo quedará el mercado de la energía después de la apertura del sector, todo lo que parece importar es cuánto va a preservar el monopolio estatal; en lugar de buscar la manera de crear un vibrante -y competitivo- mercado de energía, la discusión se centra en asegurar que el llamado fondo soberano siga siendo una fuente interminable de dinero no contabilizado para fines obvios. Lo mismo es cierto de la reciente reforma electoral, donde lo último que le importó a los dilectos legisladores fue la competencia por el poder: lo relevante fue mantener el control del proceso y los dineros que van de por medio. En el caso de las telecomunicaciones, la rumorología -el único mercado que sí funciona en el país- afirma que se están haciendo toda clase de arreglos “por fuera”, en lo obscurito: a través de concesiones personales, muchas a las personas, no a las empresas. Es decir, seguimos en la lógica del clientelismo, la influencia, el control y la corrupción. Einstein diría que no hay razón para esperar un resultado distinto.
La experiencia en ambos momentos históricos sugiere que hay algo en el ADN de la política mexicana (y de muchos activistas, incluidos algunos legisladores) que impide hacer las cosas de manera abierta y transparente a través de mercados competitivos, apostar por la capacidad creativa del mexicano y, sobre todo, abandonar la tradición de utilizar al sector público como fuente de enriquecimiento personal o como vehículo para comprar voluntades como medio para acceder o mantener el poder.
Todos sabemos que la curva de aprendizaje es siempre costosa. En esta perspectiva, estos yerros serían explicables si no hubiera una experiencia previa. El problema es que no se trata de la primera experiencia y, en contraste con aquella, hoy la evidencia es abrumadora. Tanto lo que resultó de nuestro propio proceso en los 80 y 90, como el de otras naciones, es más que convincente de que sólo un mercado competitivo y transparente permitiría lograr los objetivos que las reformas constitucionales se propusieron. El caso de las telecomunicaciones –teléfono y televisión- es particularmente revelador: ahí está, en carne viva, la evidencia más brutal de que los oligopolios son contrarios al crecimiento. A menos que el objetivo sea distinto al anunciado.