Vivíamos un oscuro 1992 y esta hija de maquinista sin tren había decidido no continuar el preuniversitario. Me levanté temprano y se lo dije a mi madre. Las manos en la cabeza, los gritos por la casa, el perro ladrando del susto.
“No voy más, mami, no voy más”, concluí categórica y me acosté de nuevo. Se me habían roto mis únicos zapatos, que había heredado de una amiga cuando estos ya tenían enormes huecos en las suelas. Con ellos aprendí a caminar rozando el piso para que no se notaran las roturas, pero poco podía hacer para esconderlas cuando llegaba la clase de Preparación Militar. Ahí debía tenderme boca abajo, arrastrarme por terrenos que -imaginariamente- estaban bajo el fuego enemigo. Y entonces caían sobre mí los proyectiles, no del imperialismo sino de las bromas, la chanza cruel de los que tenían un calzado mejor.
Durante varios días, mis padres me dieron todo tipo de argumentos para seguir. ¡Cómo vas a echar por la borda las altas calificaciones, el sacrificio del estudio, todo por ese “pequeño detalle”!, me repetían… pero con 16 años yo estaba dispuesta a quedarme sin diploma antes que sufrir nuevamente el escarnio. La decisión estaba tomada.
Mi madre bajó corriendo a casa de una vecina. Se pasó la noche marcando el número de unas tías de mi padre que vivían en esa otra orilla satanizada por la prensa oficial. Unas semanas después, llegó el paquete. Junto a cuadritos de sopa y un ungüento contra los dolores reumáticos, estaban unos flamantes tenis blancos. Regresé a mi aula del 11º grado al otro día.
Es cierto que la económica que llega desde afuera ha hecho que muchos cubanos se construyan una burbuja apática y apolítica, pero también ha permitido a otros sobrevivir y crecer. Sin ese auxilio que una vez alguien envió para mí desde la Florida, mi vida hubiera sido totalmente diferente. No hubiera terminado la enseñanza media superior, probablemente habría zarpado –sobre una puerta de madera– durante la crisis de los balseros o me habría hundido en el conformismo que da la falta de horizontes. Sin embargo logré, con ese apoyo, continuar. Al terminar la universidad todavía usaba aquellos zapatos salvadores.
Ahora mismo, miles de adolescentes, cuentapropistas, ancianos, estudiantes y bebés necesitan que el flujo entre las familias del exilio y de la Isla crezca, que no se interrumpa. En muchos hogares cubanos, la superación personal de miles de individuos depende de que ese puente se mantenga y su futuro como ciudadanos cuelga del brazo solidario tendido desde afuera.
*Esta columna fue publicada originalmente por El Universo.com.