Suele atribuirse al gobierno de Pinochet el origen de una concepción sobre política económica que tuvo en su momento un eco significativo en América Latina. Según ella, la política económica debe reservarse a especialistas que conduzcan la economía con base en criterios técnicos, aislados de presiones sociales y políticas. Para lograr eso, era menester proscribir y/o reprimir todo partido o gremio que intentara interponerse en el camino. Todo lo cual, a su debido tiempo, habría de producir los frutos anhelados.
Otra versión del argumento era que la modernización de un país suele ser un proceso lento y tortuoso, por lo que era sería necesario mantener durante el mismo un férreo control político sobre la sociedad, y así poner coto a demandas distributivas que podrían descarriarlo.
Una vez que, en el transcurso de ese proceso, la liberalización de la economía produjera una clase media frondosa e ilustrada, esta comenzaría a demandar derechos, propiciando una gradual liberalización del sistema político (argumento que solía esgrimir Milton Friedman para justificar la asesoría que brindó al equipo económico de Pinochet).
El primer inconveniente con este argumento es la idea de que los costos que implican la represión y la supresión de derechos serían ampliamente superados por los beneficios obtenidos en términos de estabilidad política y crecimiento económico. Lo cual nos invita como criterio de verificación a una contabilidad perversa: ¿cuántas muertes redime un punto porcentual de crecimiento del producto?
Según esa lógica, las millones de muertes por inanición que produjo el “Gran Salto Adelante” en tiempos de Mao serían injustificables, porque aquel fracasó en el intento de convertir a China en una potencia industrial. La masacre de Tian An Men, en cambio, sería el costo necesario para que el Partido Comunista pudiera promover el desarrollo capitalista en China.
Un segundo problema con ese argumento es que revela una comprensión equivocada de la teoría económica. Según una definición convencional, la economía es el estudio de “la asignación de recursos escasos a fines alternativos”. Por eso se afirma que es una disciplina “positiva”, y no “normativa”: Vg., estudia las cosas como son, y no como deberían ser. Los fines a los que se asignan esos recursos escasos son precisamente parte de la dimensión normativa, sobre la que una disciplina positiva no puede pronunciarse.
La economía puede decirnos cuál es el curso de acción más eficaz para lograr nuestros fines, dados los medios de que disponemos. Puede incluso decirnos si nuestros fines son posibles, dadas las restricciones que impone el entorno. Pero no puede decirnos cuáles deberían ser esos fines. Sólo puede existir un manejo “técnico” de la política económica una vez que quienes toman las decisiones políticas han establecido los fines que aquella debe perseguir. La diferencia es que en un régimen dictatorial esas decisiones pueden recaer en un individuo que no está institucionalmente obligado a consultar con nadie, mientras que en un régimen democrático todos los grupos de interés pueden aspirar (al menos en principio) a que sus argumentos sean escuchados.
Pero algunos dirían que es precisamente esto último lo que hace imposible emprender reformas con un alto costo social bajo un régimen democrático, y que por ello es necesario contar con un gobernante autoritario. Al margen de lo que uno piense de ese tipo de políticas, la afirmación es empíricamente falsa, y experiencias como las de Australia, Nueva Zelanda, Colombia, Polonia y España en el pasado lo comprueban.
Por lo demás, no es cierto que, en promedio, los autoritarismos suelan tener un mejor desempeño económico que las democracias: estudios cuantitativos realizados durante las últimas dos décadas sugieren lo contrario. Un estudio pionero fue el del economista hindú Surjit Bhala, quien hizo una comparación entre los derechos políticos y libertades civiles que imperan en un país, y su desempeño económico (tomando como base 90 países en el período comprendido entre 1973 y 1990). Las libertades políticas y civiles eran medidas con base en el índice que confecciona anualmente “Freedom House”, el cual establece una escala de mayor a menor grado de libertades y derechos, que va del 1 al 7. Su principal conclusión fue que una reducción de un punto en esa escala (es decir, una ligera mejoría en materia de derechos y libertades), solía implicar un incremento de un punto en el crecimiento anual per cápita.
De cualquier manera, el desempeño de la economía chilena bajo Pinochet no fue particularmente encomiable. Como recordara Jorge Domínguez, “un crecimiento económico del 1% del producto interno bruto per cápita durante la década de los 80 no impresiona de por sí y, lo que es más importante, es muy inferior al ritmo de crecimiento económico chileno bajo los gobiernos democráticos que lo sucedieron”. Ello explica en buena medida el que, en democracia, Chile lograra reducir los niveles de pobreza que legó el régimen de Pinochet a menos de la mitad.