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El ocaso de la Revolución Mexicana
Dom, 05/01/2014 - 13:27

Fernando Chávez

Los saldos económicos de la guerra mexicana contra el poder narco
Fernando Chávez

Fernando Chávez es economista y docente de la Universidad Autónoma Metropolitana de México (UAM). Actualmente es coordinador del sitio de divulgación económica El Observatorio Económico de México. Su línea de investigación abarca remesas y migración, política monetaria, banca central, federalismo fiscal y macroeconomía. Desde 1984 se desempeña en el ámbito editorial como autor y coordinador de publicaciones, boletines, revistas y secciones de periódicos.

Las grandes revoluciones sociales que estallaron en los primeros años del siglo veinte han muerto. Hoy quedan sólo sus mitos y ecos fundacionales. Sus héroes legendarios se van guardando en las memorias de quienes ayer y hoy las alentaron y defendieron de muchas maneras. El hecho no es nuevo ni sorprendente, pero no deja de ser amargo. Igual pasó en su momento con los experimentos revolucionarios franceses y americanos del siglo XVIII, que ahora se perciben (ilusamente) lejanos.

La experiencia mexicana de 1910  y la rusa de 1917 marcaron el curso de la historia occidental del siglo XX. Más impactante la segunda que la primera, sin duda, pero ambas caminaron con ideas rectoras contrarias al capitalismo liberal. La geografía política mundial, entre otras cosas, fue cambiando (efímeramente) en unos cuantos años con el desarrollo del socialismo soviético. Con la Revolución Mexicana (RMx) se fincaron los cimientos de un proyecto nacional para el capitalismo local,  de cara a los desafíos que nos han ofrecido los Estado Unidos desde que somos una nación.

La llamada Reforma Energética (RE) de Peña Nieto ha dado la puntilla a las últimas grandes empresas públicas que se originaron con la RMx: Pemex y CFE. La restauración liberal que comenzó en 1982 alcanzó ya su mayor logro con esta RE. Las instituciones revolucionarias clave han sido eliminadas una a una desde entonces: los ejidos, las empresas públicas estratégicas, la política exterior autónoma, la economía mixta, el nacionalismo económico, la educación rural y un etcétera largo, muy largo. El tejido institucional de la RMx ha quedado práctica y finalmente desgarrado.

Los promotores decisivos de la restauración liberal a la mexicana son el PRI y el PAN. Eso quedó claro desde 1983. Se fueron quemando etapas desde De la Madrid hasta Peña Nieto, donde el ingrediente antinacionalista fue lo más relevante. El argumento central  fue y ha sido sencillo y astuto: garantizar la modernización de la economía para integrarnos eficaz y oportunamente al mercado global. En busca de las presuntas oportunidades perdidas, los restauradores han recurrido políticamente al fraude electoral y al desaseo político para dificultar la reorganización de los herederos y albaceas de la Revolución Mexicana, que suman fuerzas con actores sociales y políticos emergentes opuestos a esta restauración.

La Constitución de 1917 ha quedado, se ha dicho hasta el empalago, remendada hasta su desfiguración total. Los cambios constitucionales de la RE dieron ya un nuevo proyecto capitalista al país. Las promesas que vienen con ello son, sobre todo, mayores empleos y ciertos ajustes progresivos en la actual distribución del ingreso, donde la mayor inversión extranjera sea el principal detonante de un ciclo largo de crecimiento.  

El giro social que dio México en 1917 tuvo su apoyo en las masas campesinas y obreras, las clases medias empobrecidas, ocupando un lugar importante -de vanguardia, por supuesto-, los intelectuales progresistas y revolucionarios que levantaron tenazmente la crítica política del orden porfiriano. El giro que ha dado México con las reformas liberales impulsadas por el peñanietismo tienen su exclusivo sustento real en los grandes empresarios nacionales y extranjeros, en el ordenamiento financiero internacional y, por supuesto, en la cúpula política norteamericana. No hay lugar a la confusión: dos giros históricos, dos proyectos nacionales, dos visiones del mundo y la sociedad han quedado frente a frente, perdedor el uno , ganador el otro.

¿Cuál es la herencia que nos dejó la Revolución Mexicana? La más importante y alentador consiste en la esperanza de contar en el futuro con un nación soberana y próspera unida al mundo por compromisos internacionales en condiciones mínimas de respeto diplomático. Eso fue lo que enseñó y demostró el gobierno de Lázaro Cárdenas del Río. Otra, incuestionable y lamentable, fue el autoritarismo político y la corrupción gubernamental que envolvió al desarrollo económico intermitente que se registró entre 1920 y 1982. Qué mejor muestra de uno y de otro son, respectivamente, Díaz Ordaz y Miguel Alemán. No fue casual ni extraño que los movimientos sociales y políticos que surgieron desde 1988  hayan tenido como ejes centrales la democracia y tres de sus elementos  esenciales: legalidad, transparencia y rendición de cuentas.

¿Qué puede venir en la etapa siguiente de la integración mexicana al modelo de Norteamérica, incluido Canadá, por supuesto?

Destaco exclusivamente dos cuestiones relevante de la agenda futura.

El mercado laboral tendrá que ser, tarde o temprano, asumido como un todo en los tres países. La velocidad del ajuste dependerá de las exigencias norteamericanas y canadienses en esta materia, ya que supuestamente les generaría un doble efecto: la penetración de más trabajadores mexicanos en su territorio y la reacción de sus sindicatos frente a este proceso inmigratorio. La regionalización del mercado laboral tendría cambios sin precedente en empleos, salarios y prestaciones. Y en todo ello la respuesta articulada de los trabajadores será determinante en los nuevos equilibrios de este mercado.

Y un tema menos fácil de entender y prever es el del mercado monetario. La crisis cambiaria mexicana de 1994-1995 fue resuelta, pero las voces empresariales que demandaban la adopción unilateral del dólar norteamericano -para olvidarse por siempre de las devaluaciones traumáticas del peso-, dejaron huella. La amenaza  a la soberanía monetaria del peso se encaró “exitosamente” a costa de una recesión profunda. Pero, en la nueva etapa, la última palabra para decidir la integración monetaria de Norteamérica es previsible que sólo la tendrá Washington. Desaparecer las monedas actuales de los tres países para sustituirla por una nueva, más sólida y estable, después de reciente crisis del euro, no es ni obvia ni atractiva para nadie. Razones y suspicacias abundarán contra este paso adicional en la integración de América del Norte, desde Vancouver hasta  San Cristóbal de las Casas.    

Crecí, igual que millones de mexicanos de mi generación, con los valores y los sueños de los revolucionarios de 1910. Disfruté la cultura nacionalista que nació robusta y optimista con la lucha armada y con la construcción del nuevo orden social y económico que dejó el proyecto cardenista.  Reconozco mis grandes deudas con todo ello para no perder piso al explorar con optimismo el futuro posible. Pero “mañana será otro día”, como dijera Scarlett O'Hara (Vivien Leigh) con valentía y elegancia al final de “Lo que el viento se llevó” (Gone whith the wind).

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