Un mes tras la muerte del presidente Hugo Chávez, en las elecciones presidenciales del 14 de abril, la oposición unificada venezolana perdió para el candidato oficialista Nicolás Maduro por una pequeña brecha de 1,5%, lo que, más allá de la derrota electoral, significó una victoria política del anti-chavismo.
La estrecha brecha, un evento normal en cualquier democracia liberal representativa, en Venezuela fue transformada en un problema de legitimidad institucional, pues el proyecto socialista bolivariano aboga la sustitución de ese tipo clásico -e insuficiente- de democracia por una “democracia participativa, directa y protagónica”. Para llevar a cabo esa “sustitución”, el chavismo necesita movilizar constantemente sus bases sociales y probar que detiene la mayoría incontestable del apoyo social a través de frecuentes elecciones. La pequeña brecha fue comprendida, entonces, como señal de la baja de la legitimidad electoral del chavismo y, por ende, como el comienzo del fin de su proyecto político. El candidato opositor Henrique Capriles llamó los ciudadanos a salir a la calle y el país fue tomado, por algunos días, por grandes protestas callejeras.
En consecuencia, el primero mes del gobierno de Maduro fue marcado por el fuerte liderazgo del líder opositor. Los periódicos nacionales e internacionales y los ciudadanos solían estar más pendientes de lo que decía Capriles que de lo dicho por el mandatario nacional. En los dos o tres meses siguientes, luego de haber quedado claro que el gobierno se sostuvo en lo que pese las protestas, Capriles fue paulatinamente sustituido en las portadas y en el debate público por otro tema: ¿quiénes serían los verdaderos dueños del poder en Venezuela?
Parecía haber un consenso que Maduro no tenía las condiciones políticas para coordinar toda la complejidad del juego político chavista y, por lo tanto, otros nombres eran considerados, aunque en la sombras, los verdaderos líderes del chavismo sin Chávez: el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello; el presidente de Pdvsa, Rafael Ramírez; el canciller, Elias Jaua, entre otros. Más allá de eso, se decía que estos líderes estarían en pugna entre ellos, lo que podría llevar a una debilidad rápida del chavismo en la ausencia de su líder mayor, Hugo Chávez. Si había pelea interna o cómo esta acontecía, es imposible decir con seguridad.
Lo que es cierto es que hubo un fuerte movimiento -unificador- para garantizar la legitimidad de Maduro y, en consecuencia, del propio chavismo. Cabello redujo su rol público a la Asamblea Nacional y evitó, incluso, aparecer con frecuencia al lado del presidente Maduro. Dejó este espacio para el vicepresidente Jorge Arreaza, yerno de Chávez. El presidente de Pdvsa asumió también la vicepresidencia económica, pero su aparición pública fue limitada. Otros nombres se han fortalecido, como lo del Ministro de Industria, Ricardo Menendez, y del Ministro de Finanzas, Nelson Merentes. La conclusión planteada era clara: el chavismo es un equipo, cuya coordinación está a cargo del presidente electo, Nicolás Maduro, quién había sido escogido por el propio Chávez en su última alocución al pueblo venezolano.
La estrategia de Maduro, luego de fijarse públicamente como el líder, fue mantener el contacto cercano con las masas, a través del llamado “gobierno de calle”. Los desajustes económicos, sin embargo, le quitaban eficiencia a esa iniciativa. Con los roles políticos distribuidos entre los líderes clave del chavismo, un nuevo paso fue dado. Maduro decidió pedir poderes especiales para gobernar, a través de una Ley Habilitante, lo que dependía de la aprobación de la mayoría calificada del parlamento. Paralelamente, vino lo que Maduro llamó la “ofensiva contra la guerra económica”, con miras a forzar la rebaja de los precios de las mercancías importadas con el dólar oficial para reducir la especulación y la inflación. La gente atendió al llamado de Maduro e hizo colas inmensas en las puertas de las tiendas para comprar los productos con los nuevos precios, más bajos. En medio de la subida de su aprobación popular, la Asamblea garantizó los poderes especiales al presidente y el diputado Diosdado Cabello apareció como el ayudante fiel al entregar en sus manos la Ley Habilitante.
Los resultados de las elecciones municipales en Venezuela, realizadas el último 8D, son solamente la secuencia lógica de estos hechos. El número de alcaldías conquistadas el domingo por el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y sus aliados asciende a 240, más del 72% del total, de acuerdo con el Consejo Nacional Electoral (CNE). Sólo en el estado Táchira, en la frontera con Colombia, hay ahora mayoría de alcaldes de oposición. La coalición opositora, Mesa de la Unidad Democrática (MUD), liderada por Capriles, ganó 75 alcaldías, con destaque para los centros urbanos más importantes, como Caracas y Maracaibo. La brecha de 1,5% en abril se ensanchó a 10% del total de votos (54% del chavismo contra 44% de la MUD).
La oposición, una vez más, se equivocó al decir que las elecciones serían un plebiscito para medir la popularidad del gobierno. Tuvieron en cuenta solamente los resultados electorales de abril y los desajustes económicos (inflación, escasez de productos y divisas) y pensaron que una victoria aplastadora estaba garantizada. Pero se olvidaron las lecciones más básicas de la ciencia política y de la política real: el razonamiento de las masas no sigue la lógica simple y unidireccional. El pueblo ha preferido mantener el modelo con sus errores, pero con sus intentos de lograr éxito, que cambiar hacia un rumbo desconocido. El chavismo y el presidente Maduro supieron convencer la gente de que, en lo que pese las dificultades, el gobierno está trabajando en su favor, lo que puede garantizar, más allá de la coyuntura del corto plazo, resultados favorables más adelante. Tal conclusión reitera el estudio Latinobarómetro 2013, que puso Venezuela entre los países de la región que más valoran la democracia; no porque la economía esté bien, sino porque el pueblo siente que el gobierno lo escucha y trabaja para solventar las dificultades que se presentan.
“Los resultados electorales de las elecciones municipales pueden ayudar a entender que el chavismo es una realidad social, cultural, política y una fuerza simbólica”, afirmó una nota de la encuestadora Hinterlaces, que luego completó: “Desde hace un par de meses estamos viendo una transición de Maduro, pasando del hijo de Chávez a presidente de la República.” La fuerza del chavismo no se encuentra solamente en la figura de Chávez, como solían decir dentro y fuera de Venezuela, sino que en su capacidad de reinventarse. “Chávez ya no es Chávez; Chávez es un pueblo”, dijo el presidente en su despedida. Esa frase, tan fuerte en su contenido simbólico para movilizar las masas, se ha convertido también en la metáfora de la reinvención de un movimiento conocido por la presencia de un líder incontestable y que ahora sigue adelante sin él, impulsado por múltiples líderes, con sus diferencias y desacuerdos, pero coordinados hacia el objetivo común de mantener el chavismo como la fuerza política fundamental de Venezuela.