Ninguno de los males que nos aqueja en la actualidad es especialmente reciente. Desde hace siglos, los mexicanos conocemos de la corrupción, la criminalidad, las malas prácticas de gobierno, el mal uso de los recursos públicos y la propensión de diversas comunidades, sobre todo en ciertas regiones, a levantarse e imponer su voluntad. Si uno da por buenas estas afirmaciones, hay al menos dos preguntas que me parecerían pertinentes: primero, ¿qué hizo que todo esto generara una crisis en este momento? Segundo, si todo esto es conocido, ¿por qué no se ha resuelto? En otras palabras, ¿cómo es posible que en meses recientes se hayan juntado tantas cosas y no parezca haber salida alguna, circunstancia que inevitablemente tiende a atizar la conflictividad e incrementar la sensación de vulnerabilidad y crisis?
Llevo meses ponderando estos temas y meditando sobre el por qué, pero sobre todo cómo se podría resolver. Un intercambio reciente en España me hizo ver otra faceta de esta disquisición. España comenzó el siglo XX como un país subdesarrollado, desordenado, propenso a gobiernos duros; un país que expulsaba a mucha de su mejor gente. Sin embargo, al final de ese siglo, España se había transformado: un país ordenado, democrático, plenamente integrado a Europa y con una infraestructura, tanto en calidad como cantidad que no deja de impresionar. En España la combinación de liderazgo, circunstancia y geografía permitió una extraordinaria transformación, que no estuvo libre de contratiempos ni en todo fue benigna.
El contraste entre España y México estos días difícilmente podría ser mayor. Aunque en ambas naciones la población ha vivido tiempos aciagos, sus respuestas han sido muy distintas. En México domina el desasosiego, la desazón, la reprobación del gobierno y el pesimismo. La economía crece muy modestamente y los problemas se multiplican por doquier. En España, la crisis económica de los últimos años ha sido sumamente severa, los salarios han caído no sólo en términos reales sino también nominales (muchos ganan menos euros que antes por el mismo trabajo), la economía apenas comienza a levantarse y hay gran efervescencia política.
Aunque hay similitudes, las diferencias son cruciales: en primer lugar, mientras que en México padecemos de un sistema de gobierno que no resuelve ni lo más elemental, como la seguridad de las personas, en España la calidad del gobierno es extraordinaria. Las policías funcionan, las calles no tienen baches, los impuestos se pagan y la gente respeta las reglas de tránsito. Por sobre todo, si bien la población española puede aplaudir o reprobar la gestión de cada gobierno en lo particular, lo esencial de la vida cotidiana funciona de manera normal gracias a una burocracia profesional. En sentido contrario, en México la administración cotidiana es indistinguible del gobierno porque las personas clave cambian cada que entra una nueva administración y sus criterios no son los de eficacia o bienestar sino de avance personal y grupal. En México padecemos un sistema de gobierno débil en tanto que en España existe un Estado fuerte que funciona al margen de la conflictividad político-legislativa que es inherente a la vida política cotidiana. El caso de la seguridad se hizo obvio esta semana.
Meditando sobre esto, llego a la conclusión de que en México estamos padeciendo un choque cultural, en tanto que el gran éxito de España en las últimas (muchas) décadas es producto de una transformación cultural. Me explico: me parece que mucho de lo que hoy vivimos en México se deriva de un choque frontal entre la realidad y las normas o marcos culturales que, como sociedad, nos caracterizan. Los problemas persisten; lo que ha cambiado es que hoy la información es ubicua.
Aunque, por ejemplo, sería deseable contar con mucha mejor información sobre la asignación de recursos, lo relevante es que hoy es imposible mantener oculta la información. La falta de formalización de la transparencia gubernamental tiene el perverso efecto de generar rumores y especulaciones que la tecnología (las redes sociales) magnifica y hace ubicuos. Mucho de lo que estamos viviendo tiene su origen en el brutal contraste entre el discurso y la realidad, las expectativas que la cultura política ha plasmado tanto en el inconsciente colectivo como en la constitución, y la evidencia de desorden y deterioro de la vida diaria. Ese choque cultural ha servido de justificación para la permanencia de la economía informal y el cierre de carreteras, la ausencia de policías eficaces y la corrupción gubernamental. También para que la gente se ría del escape del Chapo.
España se modernizó y logró una cabal transformación cultural. El respeto a la autoridad es impresionante, igual que la calidad de cosas que parecerían tan nimias como el pavimento de las calles. Pero el respeto a la autoridad no se traduce en respeto al gobierno o gobernante: lo primero habla de la calidad del Estado, lo segundo de la administración del momento. Mientras que los mexicanos sabemos que cada gobernante puede alterar el statu quo, igual para bien que para mal, en esto los españoles se asemejan más a sus socios al norte de Europa. Al final del día, lo que permitió romper el círculo vicioso allá fue una sucesión de liderazgos que, combinados, transformaron a su país. Pero la clave reside en que estaban acotados por una burocracia profesional. Por ahí habría que comenzar: no es un tema de dinero, sino de actitud: la actitud de la civilización.