El país de las mayorías está viendo sin gran entusiasmo las llamadas elecciones intermedias, tal vez con la sensación de que muchas cosas cambiarán para que todo siga igual. El “gatopardismo” percibido de muchas maneras por estos potenciales electores refleja escepticismo y desilusión con la calidad “cucha” de la democracia mexicana, dadas sus conocidas secuelas depredadoras en el bienestar económico de millones de familias de los asalariados y también de las de los no asalariados. En el país de las minorías –el de las élites gobernantes y económicas-, quizá haya, en el mejor de los casos, cierto desasosiego por el pesimismo reinante en el país de las mayorías, pero el tono de las declaraciones públicas de sus líderes sobre la situación económica parece ignorar las apagadas esperanzas populares, pues casi siempre envían el mensaje de que, con todo y lo lamentable que parezcan estar las cosas en el país, estamos muy lejos de una tormenta social o de una crisis económica.
Sin embargo, en las últimas semanas, hubo algunas sorprendentes señales enviadas por las cúpulas del poder del Estado que reflejan realismo en el diagnóstico actual de una situación económica y financiera adversa que ensombrece muy claramente el horizonte económico de corto plazo. Nada que ver estas señales, por supuesto, con lo que creen que pueden hacer con sus frívolas ocurrencias los cientos de candidatos que andan buscando posicionarse en el poder político como diputados, senadores, presidentes municipales o gobernadores.
Veamos dos casos de esta clase de señales extraordinarias. El de Videgaray, secretario de Hacienda, y de Carstens, el gobernador del banco central. En medio del arranque del proceso electoral, nadie debe subestimar ni el efecto ni la intención de sus dichos, y mucho menos pensar en que hay negligencia o inocencia en sus posicionamientos públicos sobre los grandes temas que son de su competencia y responsabilidad.
El 21 de abril Luis Videgaray fue contundente: “los recortes presupuestales para disminuir el gasto gubernamental serán por varios años por que el futuro de la economía nacional e internacional es incierto, los precios del petróleo se mantendrán bajos y se observará alta volatilidad en el tipo de cambio” (La Jornada, 22/04/15). Si lo que viene verdaderamente es como lo presagia este personaje clave del poder presidencial, hay que poner en su (risible) lugar el voluntarismo político manco, cojo y ciego de esos cientos de candidatos a puestos de elección popular con el que diariamente hacen castillitos en el aire. Lo que tendría que venir a partir de la siguiente recomposición del poder político nacional, cualquiera sea el resultado electoral, sería una revisión crítica y penetrante de la política económica actual y, por supuesto, de los referentes éticos y políticos con los que hasta ahora ésta se formulado y aplicado. Para darse una idea mínima de los tiempos infaustos que se avizoran con la estrategia anticrisis pregonada, es indudable que es austeridad fiscal será recesiva y dejará inclementes marcas en empleo, desempleo, subempleo, sueldos, salarios, subsidios y pensiones. Básicamente esta estrategia ortodoxa irá en contra de los pobres y las clases medias empobrecidas, incluyendo también entre los posibles damnificados a los micro y pequeños empresarios.
Dos días después, Agustín Carstens le hizo segunda al tono aprensivo de la declaración del secretario de Hacienda, aunque endulzando un poco el amargo panorama con la presunción de que hay con qué capotear el mal tiempo anunciado : “el país acumula 270 mil millones de dólares para enfrentar cualquier contingencia relacionada con al posible salida de capital extranjero y el menor precio del petróleo. México está preparado para hace frente a una tormenta económica” (Reforma, 24/04/15). Ni niega lo que viene o puede venir y tampoco toma distancia de la receta de política fiscal basada en los recortes presupuestales para mantener una dudosa quietud monetaria, pues sus elevados y muy conocidos costos productivos y sociales son desestabilizadores. Y no hay que olvidar sus nefastos costos políticos y éticos, punitivos para los estratos sociales de abajo, siempre vulnerables a los tijeretazos fiscales; muchos sucesos de austeridad fiscal de los últimos treinta y tres años de historia económica (1983-2015) nos ilustran de modo incontrovertible de tales costos. ¿A poco no?
Los programas económicos electorales a la vista (si es que hay algo que se le pueda llamar así, siendo misericordioso con sus aburridas campañas y sus mensajitos ocurrentes), serán oídos (sic) con paciencia épica por el electorado, pero es imposible tomarlos como remediales ante la tormenta económica que nos amenaza.
Los discursos de esta campaña electoral están desconectados de lo que pasa en la economía y de lo que muy probablemente traerá el futuro próximo en este terreno. Si el electorado separa sabiamente el trigo de la cizaña, la nueva distribución del poder político que surja de esta elecciones puede ser el comienzo de una crítica democrática a las formas de diseñar y manejar las políticas económicas vigentes, las que han echado sus raíces en la lisiada democracia mexicana.
No hay razones para creer, esperar o anticipar que después del 7 de junio se pueda dar un cambio radical en la distribución del poder político y económico sólo por medio de las elecciones. El avance político democrático las supone y exige, y su perfeccionamiento siempre es posible, sin duda alguna, pero la democracia social y económica demanda más y mejores instrumentos de lucha de las mayorías. Las movilizaciones recientes de los explotados jornaleros de San Quintín en Baja California son un ejemplo vivo de que no todo vendrá de la acción electoral.
La tormenta económica advertida por Videgaray y Carstens al comienzo de estos comicios podría abrir una oportunidad histórica para redefinir los medios y fines de la política económica, la que exprese un modelo de sociedad alternativo al actual, excluyente y corrupto hasta la médula de los huesos. Ojalá que el saldo electoral favorezca e impulse esta oportunidad, cuyo centro de atención y progreso tiene que ser el pago de la deuda histórica con los pobres y las clases medias empobrecidas, sin regatear un apoyo activo a los micro y pequeños empresarios.
La justicia distributiva del ingreso y la riqueza no es sólo un imperativo ético, es también una condición para la elevar la eficiencia económica del país en un mundo global más competitivo, con nuevas y duras reglas de sobrevivencia.
Sin una visión democrática que la envuelva, la política económica se queda siempre como un arrogante ejercicio del poder tecnocrático, distante y ajeno a las necesidades básicas del país de las mayorías ¿A poco no?