Decía Kenneth Waltz, el recientemente fallecido estudioso del poder, que “el opuesto de anarquía no es estabilidad, sino jerarquía”. Se llega a la anarquía cuando no hay hegemonía o cuando no existen (o se pierden) estructuras de orden y control en una sociedad. Esto ocurre cuando se rompe el orden establecido (como con el colapso de un imperio o dictadura), cuando no existen instituciones capaces de canalizar el conflicto o cuando se presentan condiciones anómalas –exógenas o endógenas- que generan desorden, violencia y, potencialmente, caos. México no llegó al nivel de caos que ha caracterizado a naciones como la URSS o Egipto, pero las tendencias desde los 90 no han sido encomiables: cualquiera podría encontrar ejemplos para las causales anteriores.
Un logro inicial del actuar del gobierno de Enrique Peña fue el retorno de un sentido de orden y autoridad; sin embargo, ese sentido se ha ido mermando debido al renovado caos que caracteriza a diversas regiones y estados del país, así como por todo tipo de manifestaciones y violencia callejera. Aunque es obvio que las tendencias en la estructura del poder en el país han cambiado, el gobierno ciertamente no ha logrado establecer una hegemonía en el sentido que emplea Waltz. Queda por verse cuál de las dos tendencias avanzará: el caos o la hegemonía y, si es esta última, si vendrá acompañada de mecanismos institucionales que le den permanencia.
El retorno de un sentido de orden y autoridad no cambió la creciente industria de la extorsión y el secuestro ni alteró los patrones de violencia en las zonas de tránsito de droga. Basta ver las manifestaciones de violencia y disidencia no institucional, las organizaciones de auto defensa o el crimen organizado que extorsiona a la sociedad, para ser cautos en las conclusiones a las que uno llegue. Pero nada de eso niega el giro hacia el restablecimiento de un sentido de autoridad. La pregunta es si éste será perdurable.
Desde la perspectiva de los estudiosos “realistas” del poder, como Waltz, lo fundamental es lograr un equilibrio que permita estabilidad. Desde esta visión, el peor escenario es aquel que conduce a la inestabilidad, por lo que, en contraste con los “idealistas”, lo crucial es evitar cambios radicales: siempre procurar equilibrios y acomodos. Cuando hay un poder dominante o hegemónico tiende a haber orden y, por lo tanto, desarrollo.
La democracia es una forma de hegemonía que, a diferencia de la que es producto de la capacidad de imposición, es resultado de un voto que, por lo tanto, entraña el acuerdo de una sociedad. Pero, al igual que otras estructuras de dominación, la democracia es una estructura jerárquica que se impone por medio de instituciones que gozan de la legitimidad derivada del consentimiento. Sin embargo, una democracia incompleta o no consolidada como la nuestra generó una expectativa de igualdad (por parte de los gobernadores, poderes fácticos, empresarios y líderes obreros) que contribuyó a crear un entorno de crisis e inestabilidad. Es decir, al desaparecer la estructura o fuente de autoridad el país comenzó a entrar en una era de desorden que ha amenazado con deteriorarse de manera sistemática.
El punto no es sugerir que lo que el país requiere es una estructura de control autoritario que imponga orden sino todo lo contrario: que requiere consolidar su democracia para que existan instituciones fuertes que no sólo hagan posible la existencia de una autoridad legítima, sino que ésta sea permanente a través de los procesos electorales que le confieran legitimidad cada seis años. Dados los magros resultados a la fecha, este es un reto fundamental para el futuro mediato.
El gobierno anterior intentó evitar la anarquía a través de un combate frontal al crimen organizado. Independientemente de la racionalidad o viabilidad de esa estrategia, uno de los problemas fundamentales de su concepción fue la suposición de que todas las fuentes de inestabilidad provenían de ahí. Además del crimen organizado una buena parte de los problemas del país proviene de la erosión de las estructuras de autoridad que, por razones buenas y malas, ocurrió en las décadas pasadas. El viejo presidencialismo se fue desgastando pero no se construyeron instituciones idóneas para reemplazar los poderes que se deterioraban.
En un sistema democrático, la hegemonía proviene de un gobierno centralizado que controla las estructuras de poder o de instituciones fuertes. En la actualidad, el gobierno ha logrado amasar un poder creciente gracias a los mecanismos de control que se han revitalizado. Más control quizá conlleve a resultados en el corto plazo pero también entraña las semillas de su propio riesgo.
En los 90 tuvimos una presidencia que logró algo similar: consolidó el poder, construyó una estructura de dominación que conducía hacia la hegemonía y avanzó una plataforma para el desarrollo económico del país. En mucho de lo logrado entonces reside el potencial de desarrollo actual y de lo que ha funcionado bien en estas décadas, comenzando por el TLC. Sin embargo, como vimos desde 1994, también es imperativo reconocer que el poder unipersonal no es permanente y puede en sí mismo ser una fuente de inestabilidad y hasta desorden.
El restablecimiento del orden y de un sentido de autoridad es un logro extraordinario y constituye una excepcional oportunidad para el desarrollo del país, pero sólo será exitoso en la medida en que se consolide y atienda a la demanda ciudadana, hasta hoy ignorada.