Mae West dijo que lo bueno en exceso puede ser maravilloso. Pero hay muchas cosas buenas - desde el whisky al paracetamol - que tomadas en exceso hacen mal. Otro ejemplo, la transparencia. Nadie quisiera que los vecinos los miren por la ventana, que supieran en qué anda las 24 horas al día. “Ah!” -dirían algunos- “eso es distinto...nuestras vidas privadas son privadas. Lo que hacen los gobiernos es público, o lo debería ser”.
Para estas personas la transparencia equivale a la democracia. Al haber más transparencia, hay más democracia. ¿Quién se podría oponer?
Un argumento, presentado por un influyente columnista chileno, Carlos Peña, es que la transparencia absoluta vela en contra del individualismo, y en particular, el individualismo de las ideas o los pensamientos. Si todos nuestros pensamientos fueran transparentes el resultado no sería más democracia, sino que un conflicto masivo y constante, como si todos fuéramos Mel Gibson en “Lo que ellas piensan”. En otras palabras, anarquía.
Para América Latina en particular se presenta una tensión. Por un lado, las transiciones democráticas, o por lo menos los estudiosos que formularon teorías al respecto, nos enseñaron que a veces teníamos que quedarnos callados; que había ciertos temas que teníamos que dejar de lado si queríamos contribuir a un exitoso cambio de régimen. En muchos países, por ejemplo, la lógica de la construcción de confianzas y gobernabilidad resultó en una postergación de la resolución de temas de derechos humanos. En la medida que las democracias se fueron consolidando, y la amenaza de regresiones autoritarias disminuía, se comenzaron a abrir espacios más abiertos y libres. Así, “regímenes autoritarios” se convirtieron en “dictaduras”, y “pronunciamientos” en “golpes de Estado”. E incluso algunos dictadores fueron llevados a tribunales de justicia. Enhorabuena.
Pero ha sido un proceso orgánico, en que las sociedades han ido gradualmente viendo dónde y hasta cuándo se podía abrir el espacio. Las fronteras de lo aceptable se han ido expandiendo, pero como en toda sociedad, existen fronteras, a veces impuestas, ojalá consensuadas. WikiLeaks representa la globalización de las fronteras de lo aceptable, impuesta por un grupo de hackers. En este sentido, es, como dijo Mae West, lo bueno en exceso.
¿Por qué, entonces, tanta celebración? ¿Se han consolidado nuevas libertades? ¿Se está celebrando la democracia? ¿Se ha contribuido a que la justicia llegue más rápido al abusador de derechos humanos? Más que una celebración de la democracia, la reacción internacional parece ser una fiesta de lo que los alemanes llaman schadenfreude: la alegría de ver el sufrimiento de otro; en este caso, el gobierno de los Estados Unidos.
Detrás de dicha alegría está la no tan oculta sospecha de que cualquier política norteamericana es mal intencionada, antidemocrática, imperialista o motivada por intereses corporativos. Se ignora que a veces incluso los Estados Unidos utiliza la diplomacia para apoyar a movimientos democráticos, para informar al mundo de hambrunas, masacres u otras noticias ocurriendo en países que no gozan de una prensa libre.
Hoy esta labor se ha hecho más difícil. ¿Y para descubrir qué? ¿Que los diplomáticos, cuando (creen que) hablan en privado, usan un lenguaje no diplomático? ¿Que Estados Unidos tiene amigos (que se conocían) y enemigos (que se conocían)? ¿Que a veces se trata mal a los amigos, y casi siempre se trata mal a los enemigos?
El único descubrimiento realmente interesante es que la diplomacia mantiene características que ha tenido a lo largo de la historia. La transparencia y la democracia, sin embargo, han sido hackeadas.