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México: el dilema político de derrotar la pobreza y empoderar a la ciudadanía
Lun, 05/09/2011 - 08:14

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

La pobreza es una de nuestras peores lacras y también uno de nuestros grandes desencuentros. Más allá de las polémicas cotidianas (originadas igual por diferencias políticas, ideológicas o, simplemente, de concepción), dudo que la pobreza no sea una causa a la que todos los mexicanos quisiéramos derrotar.

En contraste con otros temas de controversia, en éste las diferencias no yacen en el objetivo, sino en el cómo. Marcel Proust escribió alguna vez que “el viaje de descubrimiento no reside en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”. Con ese enfoque, un grupo de mexicanos se ha abocado a procurar un camino nuevo hacia el combate de la pobreza.

En el combate a la pobreza hay muchas posturas encontradas y muchos ángulos y perspectivas. Un primer desencuentro yace en la función del gobierno como causa y respuesta: algunos ven que la solución reside en el gasto público orientado a igualar condiciones y conferirle oportunidades materiales a quienes son pobres. Aunque muchos coindicen, con más o menos asegunes, con este diagnóstico muy simplista, las propuestas de respuesta varían: por ejemplo, Solidaridad era un programa de gasto a través del cual el gobierno construía liderazgos locales y transfería fondos a las familias, todo ello con una lógica inevitablemente clientelar. En contraste, el programa sucesor, Oportunidades, privilegió la decisión de las familias en el uso de los recursos y eliminó toda fuente de dependencia.

El primero repartía fondos en función de los liderazgos, el segundo a partir de un conjunto de criterios objetivos comparables. Pero en ambos casos se trataba del gobierno empleando recursos públicos para modificar la realidad material de las familias. Combinados con una mejoría en la infraestructura física de las localidades (calles, luz eléctrica, agua, drenaje) y de una atención a la educación y la salud, estos programas se enfocaban a intentar reducir la pobreza cambiando el entorno y potencial de consumo de la población objetivo.

El párrafo anterior podría sugerir que hay acuerdo entre estudiosos, activistas, analistas y funcionarios respecto a qué hacer. Sin embargo, lo contrario sería más cercano a la realidad. Los desencuentros no sólo se refieren a cuánto gastar o cómo gastarlo, sino a quién debe ejercer el gasto, sobre todo qué papel le corresponde a las autoridades. En adición al combate a la pobreza, Solidaridad tenía un objetivo político evidente: el de crear mecanismos para el fortalecimiento de liderazgos locales que contribuyeran a estabilizar a las zonas urbanas que, como resultado de la migración del campo, habían creado colonias con alto grado de conflictividad y potencial de inestabilidad. El que además pudieran sumar votos esos liderazgos no sobraba.

Por su parte, Oportunidades se concibió como una política de Estado que no creaba oportunidades de desarrollo clientelar aunque, sin duda, sus promotores confiaban que un descenso en la pobreza se tradujera en votos. Ninguno de los dos caminos, por sí mismo, es bueno o malo. Lo paradójico es que ambos se apuntalaban en al menos un supuesto poco realista. Me refiero al de la educación. Tanto Solidaridad como Oportunidades exigían que los niños de las familias beneficiarias fueran a la escuela, donde el objetivo era romper la cadena de pobreza que implicaba que los niños de familias pobres seguían siendo pobres porque no desarrollaban el capital humano necesario para incorporarse a la economía formal. Es decir, de manera razonable, se contemplaba a la educación como el mecanismo natural para romper con el determinismo histórico de la pobreza.

Lamentablemente nunca se reconoció que mucho del sistema educativo mexicano está explícitamente dedicado a preservar la pobreza, la dependencia y el control político. Quizá eso explique, al menos en parte, cómo es que programas tan distintos (y hasta disímbolos) lograron elevar el nivel de consumo de las familias más pobres del país pero no lograron terminar, o comenzar a terminar, con la pobreza en el país.

Un libro recientemente publicado aporta una perspectiva que sugiere que el problema principal no reside sólo en la forma en que se ejerce el gasto o quién lo ejerce, sino sobre todo en la manera cómo participa el individuo en el proceso. En "Pobreza: Cómo Romper el Ciclo a Partir del Desarrollo Humano, Susan Pick y Jenna Sirkin plantean que no es suficiente resolver el contexto o entorno dentro del cual se genera y preserva la pobreza, sino que es necesario que las personas tomen control de su vida y sean capaces de tomar decisiones que les permitan romper con el círculo vicioso.

El libro narra no sólo una técnica, sino una historia de décadas de experiencia de una institución mexicana dedicada a hacer exactamente eso: desarrollar programas de políticas públicas diseñadas para generar alternativas y desarrollar la capacidad de tomar decisiones de una manera informada, autónoma y responsable. Los programas que el libro describe se han abocado a que la gente deje de ser el objetivo de los programas de combate a la pobreza para convertirse en los agentes de cambio que los hagan exitosos.

La propuesta implícita en el libro consiste en agregar la dimensión de la elección individual a los programas de combate a la pobreza que no están contemplados en las teorías o programas de desarrollo económico tradicionales. En otras palabras, las autoras, que iniciaron su modelo atacando otros temas del desarrollo humano, se encontraron con que no sólo es posible la transformación de las personas en agentes de cambio, en individuos capaces de hacerse cargo de sus vidas, sino que cuando eso ocurre en el contexto de la disponibilidad de recursos como los que son el componente central de programas como Solidaridad u Oportunidades, el potencial de romper con la pobreza se multiplica dramáticamente.

Es evidente que, independientemente de la perspectiva política o ideológica del político o partido que promueve una determinada perspectiva para el combate a la pobreza, ese objetivo requiere vastos recursos públicos. Lo que este libro demuestra es que el éxito no es posible sólo con recursos públicos, que se requiere de la modificación del contexto en que funciona el individuo: es decir, que se requiere que los individuos se hagan cargo de los programas. Esto claramente no le va a gustar a quienes tienen objetivos clientelares o a quienes prefieren las soluciones estatistas por el hecho de serlas, pero abre una extraordinaria oportunidad para quienes ven en la ciudadanía –y en el desarrollo de un ciudadano responsable y decidido- el futuro del país.

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