¿Dónde está el narco-capo del Potomac?, se preguntan los muchos mexicanos que se sienten Sherlock Holmes. El hecho de que el mercado de narcóticos en EE.UU. sea tan importante y factor central en el flujo de drogas por nuestro territorio, ha llevado a concluir que las formas y modos de funcionar del narco en ambos países son iguales. De ahí la pregunta, razonable en apariencia, de ¿dónde está el capo de allá?
Se trata de un planteamiento erróneo que parte de una incomprensión mutua sobre la naturaleza del fenómeno. Ambas sociedades tendemos a proyectar nuestras percepciones y características hacia la otra. En nuestro caso, la presunción de que allá hay capos grandes y poderosos como aquí lleva a concluir que los estadounidenses no quieren detenerlos y, por lo tanto, que son unos cínicos e hipócritas. Por su parte, los estadounidenses asumen que todos los problemas de México son producto de la corrupción imperante y que México podría parar los flujos de drogas si de verdad se lo propusiera. El enorme reconocimiento que el presidente Calderón ha recibido allá por su decisión de combatir al crimen organizado se deriva de esa lectura: aquí tenemos, por fin, a una persona que sí entiende y está dispuesta a actuar.
Como siempre, la realidad es más compleja que lo que las caricaturas sugieren, pero en este caso no es tanto que se trate de dos verdades incompatibles, sino manifestaciones distintas de un mismo fenómeno. Al igual que en México, en EE.UU. hay una dualidad: el enorme número de personas en la cárcel acusados de delitos relacionados con las drogas (más de dos millones), frente al evidente desinterés por terminar con el consumo de las mismas. Según algunos cálculos, el gobierno americano gasta 70 veces más en publicidad contra el tabaco que contra las drogas ilegales.
Por lo que toca a los “grandes” capos, la realidad no podría ser más contrastante. Aquí en México todo es grande: la burocracia, los sindicatos, los partidos políticos, las empresas; no hay razón para suponer que los narcotraficantes serían algo distinto. En el caso estadounidense no hay ninguna empresa que sea tan grande, en términos relativos, como Pemex o Telmex. Tampoco hay grandes sindicatos ni partidos políticos. Mientras que aquí grandes organizaciones manejan el movimiento de cargamentos de estupefacientes, allá las drogas se distribuyen por medio de pandillas que corrompen a funcionarios relativamente menores. Es decir, allá no hay capos grandes sino muchos grupos descentralizados. No es que uno sea bueno y el otro malo, sino que se trata de estructuras que reflejan realidades políticas, económicas y culturales propias.
La queja de los estadounidenses reside en que la corrupción mexicana permite que las drogas fluyan y que si no hubiera corrupción no habría drogas. La queja de los mexicanos es que las drogas no sólo llegan a la frontera, sino que se distribuyen allá: que cruzaron porque también hay corrupción de aquel lado. Los primeros ignoran las leyes de la oferta y la demanda, los segundos la fuerza de las instituciones. Las drogas cruzan la frontera porque hay individuos que se corrompen y permiten su paso: la diferencia es que allá son personas, a diferencia de instituciones y estructuras, las que se corrompen. Aquí tenemos entidades enteras -gobiernos locales, corporaciones policiacas- que son penetradas. Las instituciones norteamericanas son tan fuertes que permiten que, a pesar de la presencia de manzanas podridas, no se mine el conjunto; las nuestras son tan débiles que la comparación relevante es con castillos de naipes: se quita una carta y todo el edificio se viene abajo.
El cinismo de allá lleva a concluir que son los mexicanos, y no sus consumidores, quienes corrompen a sus policías y jueces; el cinismo de aquí lleva a concluir que nuestro problema desaparecería si los estadounidenses eliminaran el consumo. Algunos argumentan que la legalización haría que se evaporara el problema y otros más suponen que con ofrecerles amnistía los narcos cederían, como si se tratara de luchadores por la libertad.
Nuestro problema reside en la debilidad de nuestras instituciones, sobre todo las judiciales y policiacas. ¿Cómo, me pregunto, podríamos pretender hacer valer una amnistía con los narcos si no tenemos un poder judicial que la hiciera cumplir?
No hay duda que, de desaparecer todo el consumo y los dineros asociados a las drogas, la capacidad de corromper y matar de las organizaciones criminales disminuiría; sin embargo, sin estructuras policiacas y un sistema judicial plenamente funcionales, el problema de la criminalidad seguiría existiendo. Una vez que existen organizaciones criminales, su negocio es el crimen, no las drogas: las drogas pueden ser el negocio más rentable en la cadena de valor criminal, pero ahí está la extorsión, el secuestro y otras líneas de negocio que no dependen del consumo de drogas en EE.UU. El punto relevante es que nuestro problema es interno.
Los nostálgicos afirman que antes se mantenía al narcotráfico bajo control porque, en una versión, los priistas eran mejores gobernantes o porque, en otra, se negociaba con ellos. Aunque es obvio que muchos gobernadores, alcaldes, policías o jefes de zona se corrompieron a lo largo del tiempo, lo que realmente ocurría es que había un gobierno fuerte, con el poder concentrado y gran capacidad de acción, que mantenía una raya muy clara: más vale que no te pases de esta línea o te acabo. En las últimas dos décadas, con la descentralización del poder y el crecimiento de nuestro país como punto de entrada al mercado estadounidense, la capacidad del gobierno de hacer valer esa amenaza se evaporó. El gobierno mexicano no tiene alternativa más que fortalecerse, pues sin eso acabaría arrollado.
Los sucesos recientes en Monterrey constituyen una nueva fuente de preocupación: algunos lo ven como el principio del fin de las organizaciones criminales, otros como una nueva escalada. El tiempo dirá cuál fue, pero lo que seguro no fue es terrorismo. Desde luego, el acto causa terror, pero no se trata de organizaciones que súbitamente adoptaron objetivos políticos, característica esencial del terrorismo. Si de por sí el lenguaje con frecuencia genera crisis políticas (como ilustran las diferencias de perspectiva aquí mencionadas), el empleo del término terrorismo puede propiciar crisis de enorme gravedad en la relación bilateral (muchos allá quisieran cancelar toda relación, comenzando por el cierre virtual de la frontera). La amenaza del crimen organizado es ya suficientemente grande como para convertirla en una justificación para que los talibanes de allá se apropien de la agenda.