La necesidad e importancia de un gobierno eficaz es obvia y no debería ser motivo de mayor discusión. Sin embargo, luego de leer el fascinante libro de Micklethwait y Wooldridge*, me parece evidente que éste no se logrará en tanto no se resuelvan asuntos fundamentales de lo que es y la forma en que se conduce el Estado mexicano. Mientras que algunos países experimentan lo que los autores llaman la “cuarta revolución” del Estado, en México ni siquiera hemos logrado concluir la segunda, esa que tuvo lugar al final del siglo XVIII y principios del XIX. De ese tamaño es nuestro atraso.
La primera revolución tuvo que ver con la conformación del Estado en el siglo XVI y que tuvo por consecuencia una semblanza de orden y paz. Esa fue la era de la centralización del poder, el sometimiento de los señoríos feudales en Europa y la consolidación del emperador en China. La función del gobierno en esa etapa era la de ejercer el poder y su legitimidad se medía por la efectividad de su gestión, sobre todo en términos de seguridad (razón por la cual, según los teóricos de la época, como Hobbes, ésta estuvo dispuesta a someterse a un gobierno fuerte). Los monarcas establecieron el monopolio del poder dentro de su territorio, subordinaron a las fuentes de autoridad y poder que los resistían (incluyendo a la Iglesia) y le confirieron enorme poder a los grandes administradores: la era del cardenal Richelieu, que construyó un eficaz sistema de administración y recaudación de impuestos. Según los autores, Europa logró un sistema de gobierno mucho más fuerte que el hindú de la época (plagado por su perenne debilidad) pero a la vez mucho más descentralizado que el chino, permitiendo la proliferación de nuevas ideas, métodos y, en general, ilimitada creatividad.
La segunda revolución consolidó al Estado liberal justo en la época de la Revolución Francesa y la independencia estadounidense. Los nuevos gobernantes comenzaron una era de reformas que tuvieron el efecto de desmantelar los sistemas clientelares, incorporaron sistemas meritocráticos de ascenso burocrático y construyeron mecanismos de rendición de cuentas. El resultado fue la conformación de un servicio civil de carrera, el ataque sistemático al compadrazgo en la relación entre gobierno y sociedad, la liberalización económica y las constituciones diseñadas para proteger los derechos ciudadanos. La tercera revolución fue la del Estado de bienestar y la cuarta entraña a búsqueda de una eficacia que equipare el extraordinario éxito del sistema de gobierno de Singapur pero dentro de un contexto democrático y liberal.
En México nunca se concluyó la segunda revolución en la nomenclatura de estos autores: se produjo un gobierno a la vez débil como el de India, pero también sumamente rígido y centralizado como el de China (siglo XIX y XX), ambos extremadamente ineficaces. Aunque con excepciones, nunca se consolidó una burocracia moderna. Por su parte, en el ámbito económico, la liberalización fue parcial e incompleta: persisten excepciones, cotos de caza, empresas paraestatales (y privadas) que no compiten, espacios protegidos y subsidios distorsionantes. Más importante, no sólo no se desmantelaron las estructuras de privilegio y clientelismo, sino que ahora comienzan a recrearse y reforzarse. Los autores escriben que los “victorianos (de la reina Victoria, 1819-1901) consideraban que el gobierno debe resolver problemas en lugar de simplemente recaudar impuestos”. La experiencia de reformas recientes como la de telecomunicaciones, para no hablar de la fiscal, nos coloca antes de la era victoriana…
Una de las razones por las cuales hay tanta insatisfacción con el gobierno es precisamente su falta de eficacia, que en buena medida se deriva de la racionalidad de nuestro sistema de gobierno fundamentada en el ánimo de controlarlo todo y preservar privilegios, así como la glotonería que lo caracteriza. Los autores incorporan una discusión que me parece explica mucho de lo que acontece en la realidad actual del país: en México el sector privado ha tenido que transformarse para no ser arrasado por la competencia y para crecer y desarrollarse. La globalización le ha obligado a elevar sus índices de productividad, mejorar la calidad de sus bienes y servicios y a competir por el favor del consumidor. No así el gobierno que, con excepción de lo fiscal frente al colapso del petróleo, no enfrenta retos fundamentales.
Según los autores, muchos gobiernos alrededor del mundo implícitamente asumen que el sector público se mantendrá inmune e intacto frente a los avances tecnológicos y las fuerzas de la globalización que han subvertido de manera tan profunda al sector privado. Es decir, no es casualidad que en México tengamos un sector privado del primer mundo y un sistema de gobierno del quinto.
La pregunta es si, en este contexto, es posible construir un gobierno eficaz como el que el presidente propuso en su campaña. La evidencia sugiere que lo que permite –y, de hecho, obliga- al gobierno a transformarse es la existencia de fuerzas e ideas que provocan el cambio, justamente lo opuesto a lo que el gobierno ha ido avanzando: centralización, control y subordinación. A México claramente le urge un gobierno eficaz porque esa es condición sine qua non para el desarrollo. Sin embargo, como prueba este libro, la eficacia se deriva del profesionalismo, eliminación de privilegios y prebendas. ¿Saltaremos a la cuarta revolución o seguiremos atorados entre la primera y la segunda?