En la larga lista de frases y palabras vedadas en mi infancia, había dos especialmente censuradas: “Navidad” y “Derechos Humanos”.
La primera la escuchaba de vez en cuando, en un susurro, de boca de una abuela que sí había conocido los árboles con guirnaldas, los turrones de alicante y el pavo. Pero la otra, la segunda, solo se musitaba despectivamente para aludir a quienes –se decía– estaban involucrados en actos contrarrevolucionarios, enemigos.
Así crecí, ajena a las festividades de la última semana del año y creyendo que en aquella declaración adoptada por las Naciones Unidas se agazapaba el mal. Mi parcelado vocabulario terminó por condicionarme una actitud cívica cargada de temores y me llevó a aceptar con conformidad tantas y tantas prohibiciones.
Este diciembre, las tiendas muestran luces parpadeantes y árboles repletos de adornos. Un Santa Claus con apenas barriga sonríe en la vidriera de un importante centro comercial de la ciudad. La gente se encuentra y se regodea en cada sílaba de expresiones como “Feliz Navidad”; “estoy de compras por Navidad”; ven a casa a celebrar la Navidad”.
Al reducido vocabulario de mi niñez le han devuelto una palabra, un término maldito por décadas. Sin embargo, el vecino de al lado sigue diciendo: “cuidado, no te acerques mucho, porque ellos son de los derechos humanos”.
En algún mitin de repudio –a lo largo del país– alguien quizás grita ahora: “¡Abajo los derechos humanos!”, y el policía político apostado en la esquina confirma por su radio “sí, aquí vienen los del grupúsculo de Derechos Humanos”. Y siempre hay un amigo que nos pide que hablemos en voz baja, “porque si te vas a poner a mencionar tales ‘cosas’, mejor poner la música bien alto”.
Una nieve hipotética cae sobre el rojo de los gorros navideños, pero un aguacero mayor la disuelve y minimiza: la lluvia de la intolerancia, los goterones de las detenciones, el vendaval que se crea en esta isla cuando alguien osa apenas pronunciar la frase “derechos humanos”.