Será la segunda vez que aloje una copa. La primera fue en 1950, cuando perdió la final ante Uruguay en el histórico Maracanazo. Desde esa época hasta ahora el país ha cambiado mucho.
Brasilia. Doce pelotas gigantes, de dos metros de diámetro, que simbolizan las ciudades sede de la Copa del Mundo se tomaron el martes último los exteriores del Congreso, en Brasilia, la capital de Brasil.
Su imponente presencia no reflejaba la euforia por el torneo futbolístico más importante del planeta en un país cinco veces campeón y que sueña con fútbol aun despierto.
Las esferas, que tenían cruces rojas en el centro, acentuaban el reclamo de las organizaciones sociales contra las autoridades por los millonarios gastos del Mundial frente a necesidades aún insatisfechas, como salud, educación, vivienda, seguridad y transporte.
La FIFA, el órgano máximo del balompié, integrado por 209 asociaciones y que en el 2013 registró un superávit de $ 72 millones, según su informe económico anual, designó a Brasil como sede del Mundial en el 2007, al ser el único postulante tras el retiro de Colombia.
Será la segunda vez que aloje una copa. La primera fue en 1950, cuando perdió la final ante Uruguay en el histórico Maracanazo.
Desde entonces, Brasil no es el mismo. Era considerado el gigante dormido. De los 54 millones de habitantes que tenía, apenas la mitad sabía leer y escribir y solo un tercio vivía en la ciudad. Ahora es la séptima economía del mundo, con un Producto Interno Bruto (PIB) de $ 2,1 billones, 200 millones de personas y tres cuartos de la población viviendo en megalópolis.
Según el gobierno, 40 millones de pobres accedieron a la clase media en la primera década del siglo XXI, pero aún hay 13 millones de analfabetos.
El país tiene un gobierno de izquierda desde el 2003, cuando Luiz Inacio Lula da Silva asumió el poder y fue sucedido en el 2010 por Dilma Rousseff, ambos del Partido de los Trabajadores y a quienes se les endilga una mejoría en los indicadores sociales, que empezó con el neoliberal Fernando Henrique Cardoso. Él, con su llamado Plan Real, redujo en el 2002 la inflación de tres cifras que afectaba al país.
Entre el 2009 y el 2012 el salario promedio en Brasil subió más del 40%, de $ 8.140 anuales a $ 11.630, según el Banco Mundial. La pobreza y la miseria se redujeron 20 puntos en el gobierno de Lula y hoy se ubican en 18,6% y 5,4%, respectivamente, según la Cepal, debido a una mejora en los ingresos y a políticas basadas en los subsidios.
El modelo, sin embargo, no ha logrado combatir la desigualdad, el principal rostro en un Brasil de modernos edificios y playas paradisiacas, que es parte del grupo de potencias emergentes (BRICS), pero que concentra casi mil favelas (asentamientos populares) solo en Río de Janeiro, con altos índices de inseguridad y afectadas por el tráfico de drogas.
En el país carioca el 10% más rico concentra el 41,9% del ingreso y el 40% más pobre se reparte el 13,3%, según el informe ‘Síntesis de los Índices Sociales’ del estatal Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE).
Un análisis del 2012 de la organización contra la pobreza Christian Aid, llamado ‘El Brasil real: las desigualdades ocultas tras las estadísticas’, señala que las medidas introducidas por Lula, en especial la Bolsa Familia (subsidio de $ 40, similar al Bono de Desarrollo Humano, para que las madres envíen a sus hijos a la escuela), el programa de asentamiento para pequeños agricultores y la pensión rural han tenido poco efecto a la hora de combatir la desigualdad. Esto por la diferencia de ingresos entre los más pobres y más ricos.
Desde el 2011, Rousseff lleva adelante el programa Brasil Sin Miseria, que busca canalizar recursos para que ningún brasileño tenga un ingreso menor a 70 reales ($ 31) por mes. Gracias a ello, dijo en su programa radial semanal Café con la Presidenta, se ha logrado sacar a 22 millones de personas de la pobreza extrema, reportó en septiembre pasado el periódico El Nuevo Herald.
La desigualdad es un factor que, aunque mejoró, no cambió desde que Brasil fue sede en 1950. Pero no es el único. “En la época, como hoy, la opinión pública estaba dividida entre los pro-Mundial y los ‘anti’, que reclamaban más inversiones en salud y educación”, dice el historiador Bernardo Borges Buarque de Hollanda, investigador de la fundación Getulio Vargas, dedicada a academia.
El nivel general de insatisfacción en Brasil llegó al 72%, según la encuesta realizada esta semana por el Pew Research Center. La cifra representa un alza del 55% en relación con una similar realizada en el 2013, antes de que estallaran las mayores protestas en dos décadas (más de un millón de personas en las calles) con ocasión de la Copa Confederaciones.
“Si su hijo se enferma, llévelo al estadio”, señalaba entonces una emblemática pancarta de la revuelta, que tuvo su primera manifestación el 6 de junio del 2013. “Nada ha cambiado. El pueblo salió a la calle y ninguno de los tres poderes ha estado a la altura para responder a las demandas”, indicó Antonio Carlos Costa, el fundador de Río da Paz, la ONG que el martes infló las pelotas gigantes ante el Congreso.
Como ellos, otras organizaciones como Trabajadores Sin Techo, Movimiento Pase Libre, Frente Independiente Popular o No habrá Copa (ver detalles) han protagonizado manifestaciones artísticas, paralización de servicios y protestas, muchas de las cuales han sido reprimidas con gases lacrimógenos y balas de goma, denunciaron las mismas ONG.
Estas han rechazado, por ejemplo el desplazamiento de 250.000 personas en las 12 ciudades sede debido a la construcción de obras de infraestructura para el Mundial 2014 y los Juegos Olímpicos 2016. Solo en Río de Janeiro, según Amnistía Internacional, hubo 38.297 desalojos, a los que ha considerado como innecesarios, mientras organizaciones los han calificado de ‘limpieza social’.
Exigen, además, que el gobierno atienda sus demandas en la misma medida que hace con la FIFA. “Brasil es la séptima economía del mundo, pero está en el escalón 85 en el índice de desarrollo humano, hay 50.000 asesinatos por año, es normal que la población se enoje si va mucho dinero a construir estadios”, señaló Costa.
El gobierno brasileño ha destinado más de $ 11.000 millones a la Copa: $ 7.800 millones a infraestructura terrestre y aeroportuaria y $ 3.500 millones a la remodelación de estadios. La FIFA, por su parte, obtuvo ingresos por $ 1.432 millones en el 2013: $ 601 millones provinieron de derechos televisivos del Mundial y $ 404 millones de sus derechos de comercialización.
El gobierno ha dicho que no está haciendo obras para la Copa sino para los brasileños. Y en ese sentido también ha justificado los $ 798 millones destinados a seguridad y los 170.000 hombres que custodiarán la Copa.
En el 2008 creó las Unidades de la Policía Pacificadora (UPP), que buscan mantener presencia policial y hasta militar para desarmar a las bandas que operaban desde las favelas, donde viven 1,5 millones de personas. Se levantaron 37 UPP en 18 favelas, como Rocinha, Ciudad de Dios, Doña Marta o Maré, en Río.
En un artículo publicado en la revista virtual Rede Brasil Atual, Mauricio Thuswohl asegura que las UPP han sido colocadas estratégicamente para crear un cinturón de seguridad en los barrios con mayor poder adquisitivo y en las zonas donde se realizarán los eventos deportivos.
El gobierno espera que el Mundial genere ingresos por unos $ 13.200 millones. Y la presidenta se muestra optimista ante las protestas: “Tengo absoluta certeza de que el pueblo hará como siempre hizo: va a juntar a los amigos, a la familia, a la comunidad, va a comprar una cervecita, encender el televisor y ver el Mundial hinchando por nuestra selección”.