Eduardo Matos Moctezuma ha dedicado casi toda su vida profesional a desenterrar los secretos arqueológicos del Templo Mayor. Secretos que hablan de ritos sanguinarios, pero que nada tienen que ver con la violencia que hoy sacude a México.
La muerte en el México Prehispánico es el tema recurrente en la bibliografía del arqueólogo Eduardo Matos. Pero cuando le pregunto cuál fue su primer gran descubrimiento contesta sin pensarlo: “Fue cuando nací y vi la vida”. Claro que, al conocerlo, uno pensaría que en realidad fue la fuente de la eterna juventud; a sus 75 años, su vitalidad y fortaleza física son sorprendentes, su ritmo de trabajo y la cantidad de proyectos que tiene entre manos agobiarían a cualquiera. Una de sus asistentes asegura que es justo porque trabaja mucho y eso lo mantiene fuerte.
Matos, quien lleva por segundo apellido el de un emperador azteca, Moctezuma, es la cabeza de uno de los proyectos arqueológicos más importantes de México y el mundo. Desde 1978 dirige el proyecto del Templo Mayor de los mexicas, en la Ciudad de México (D.F.). “Quizá este sea el proyecto arqueológico sobre el que más publicaciones se han hecho”, asegura.
Los primeros vestigios de lo que fue uno de los mayores centros ceremoniales de Mesoamérica y centro del poder religioso del Imperio Azteca, fueron encontrados en 1914 por el arqueólogo Manuel Gamio, a quien Matos le dedicó cuando menos media docena de artículos. En aquel entonces Gamio sólo estableció la hipótesis de que ahí se podría encontrar el templo, pero la comprobación no llegó sino hasta el 21 de febrero de 1978, cuando una cuadrilla de electricistas descubrió una piedra redonda. “Estaban excavando y algo se les interpuso en el camino, no sabían qué era, pero decidieron llamar al Instituto Nacional de Antropología e Historia”, recuerda Matos. “Fue un verdadero milagro que no lo hayan roto con los martillos eléctricos; era una piedra que les estorbaba, lo fácil era romperla y seguir con su trabajo”.
Hasta el lugar llegó un grupo de pasantes de la universidad que validaron la existencia de una pieza arqueológica. Uno de ellos narraría después la impresión de ver el esplendor de la pieza y la profunda emoción que sintió. Por supuesto era mentira: lo único que vio fue una piedra redonda y labrada llena de tierra y lodo. Tuvo que pasar casi un mes para que Felipe Solís determinara que se encontraban frente a uno de los mayores descubrimientos arqueológicos del siglo XX. El monolito era una representación de la diosa de la luna, Coyolxauhqui, quien se encuentra desmembrada, con la cabeza, brazos y piernas separados alrededor de su cuerpo. Las crónicas indicaban que esta pieza se encontraba en la base del Templo Mayor.
Este templo está vinculado con la muerte, nos explica Eduardo Matos; en él hay dos adoratorios, uno dedicado a Tláloc, que representa el ciclo del agua y que, por ende, es un referente de la vida y la fertilidad. El otro, dedicado a Huitzilopochtli, señor de la guerra y hermano de Coyolxauhqui. De hecho es él quien la descuartiza para defender a la madre de ambos, pues la deidad de la luna y sus 400 hermanos planeaban matarla.
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Cuando vemos en el México actual miles de asesinatos y fosas comunes con decapitados y descuartizados es difícil no pensar en los actos de barbarie que describían los cronistas y conquistadores a su llegada a esta ciudad. ¿Es algo que está en la cultura del mexicano?, le cuestiono.
“No, hombre, ésas son tonterías (indignado pero sin elevar la voz). En primer lugar el desmembramiento de Coyolxauhqui obedece a rituales específicos dentro de un contexto específico, y es una lucha donde ella va a perder contra el sol. Toda esta barbarie que estamos viviendo actualmente es algo totalmente diferente, que tiene que ver con drogas, corrupción, y crimen internacional. Entonces aquello era otra forma de pensamiento con sus relaciones sociales, otra economía. Lo que estamos viviendo obedece a una cultura totalmente occidental. No se vale querer traer algo del pasado hacia el presente cuando eran sociedades diferentes, con contextos totalmente diferentes”, explica.
“El sacrificio humano de los aztecas tenía un fin religioso, que no era necrofílico sino biofílico: el ofrendar el corazón de alguien al sol era para que el sol no detuviera su andar y muriera todo. Por ello al sol se le ofrendaba lo más preciado, la vida humana. A quienes se escandalizan por esto, hay que recordarles que en pleno siglo XX los estadounidenses sacrificaron con una sola bomba a 100.000 japoneses, y no por razones de mantener la vida. Fue la muerte por la muerte misma, o bien el acto de barbarie de Hitler que acabó con seis millones de judíos. Ambas las perpetraron dos de las potencias más desarrolladas y con mayor tecnología, lo hicieron por un tema de racismos y no por alimentar al sol”, expone.
El amor a la profesión
Cuando era adolescente un amigo suyo le prestó un libro llamado Dioses, Tumbas y Sabios, escrito por el periodista alemán C. W. Ceram, todo un éxito de ventas que acercó al gran público con la arqueología, pues narraba diversos hallazgos importantes para esta disciplina. En el joven Eduardo Matos generó una fascinación tal que decidió su futuro: sería arqueólogo, ante el horror de sus padres. Sus lecturas se ampliaron alrededor del primer capítulo del libro de Ceram: Egipto, sus faraones y sus pirámides.
Ante tal determinación su madre, como buena madre que era, intentó persuadirlo usando la empatía: “Hijo, qué bueno que ya decidiste, pero ¿no sería bueno que llevaras a la vez cursos en la escuela bancaria y comercial?”. No lo había dicho, pero Eduardo lo entendió: “Con esa carrera te vas a morir de hambre”. Preocupado acudió a otro amigo: “Pensándolo bien, puede que sí te mueras de hambre, pero te vas a morir muy contento, porque hiciste lo que querías en la vida”. Ése fue el impulso que necesitaba y, por fortuna, hasta la fecha se le nota bien alimentado.
Era el México de 1960, el país avanzaba hacia el futuro, orgulloso de su pasado, y sacaba grandeza de entre las piedras, desenterraba a sus ancestros indígenas y los conciliaba con el mestizaje hispano. “Al arqueólogo no le debe preocupar si con su trabajo se construye la mexicaneidad”, asegura Matos. Para él los documentos y los materiales están ahí, pero no basta con excavar. Hay que interpretarlos no para reforzar identidades, sino para conocer un proceso. Ahora bien, si el trabajo del arqueólogo deriva en la construcción de un museo como el del Templo Mayor, es algo positivo, pero no es el objetivo principal.
La arqueología, explica Matos, no sólo es parte de la historia, sino que aporta el 90% de la misma. El historiador trabajará sobre épocas más recientes, digamos los últimos 5.000 años, y el arqueólogo explorará los antecedentes más lejanos, quizá 100.000 años o más. Entendida la historia como un continuum que estudia al hombre desde que es hombre, la arqueología estudia mucho más. Pero su trabajo no es una disciplina solitaria, se apoya en la biología, en la química y en otras ciencias.
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La ciudad y la ciudad
La Nueva España fue construida sobre las ruinas de las culturas mesoamericanas. Una vez ganada la lucha militar, los españoles emprendieron una lucha ideológica que llevó a la destrucción de la antigua Tenochtitlán, de modo que el centro del DF es una ciudad construida sobre otra.
Por ejemplo, bajo la Catedral Metropolitana quedan restos del Templo Mayor. Las construcciones de piedra se extienden por debajo de la estructura colonial, más o menos hasta la mitad de ésta, y casi provocaron su colapso. La Ciudad de México se construyó sobre un lago, razón por la que se hunde entre 8 y 37 centímetros al año. Cuando se saca más agua del subsuelo, el hundimiento es mayor. La venganza de los dioses aztecas, como la llama Matos, fue que las ruinas sirvieron como cimiento que evitó que una parte de la catedral se hundiera, mientras la otra cedía a la gravedad. Los ingenieros tardaron décadas para impedir que la sede de la Iglesia Católica en el país se partiera por la mitad.
“En el país sólo hay un gran sitio arqueológico y se llama México”, dice Eduardo Matos Moctezuma. Tanto así que aún queda muchísimo por excavar, por ejemplo la zona norte del país. El propio Matos recuerda hoy con nostalgia el trabajo que inició como estudiante en la zona arqueológica de Tepeapulco, Hidalgo, a un par de horas de la ciudad, y que sigue inconcluso hasta el día de hoy.
El proyecto del Templo Mayor le ha llevado mucho tiempo a Matos. Prácticamente una vida. Por él justamente será recordado. Justo ahora se han iniciado nuevas excavaciones, una decisión adoptada en el entendimiento de que es imposible, por más que se quiera, desenterrarlo todo.
* Fotografías Rubén Darío Betancour