Los asesores financieros suelen diferenciar entre inversiones en valores de poco riesgo pero con bajos rendimientos, de aquellos con mayor riesgo pero con alto retorno potencial. El viaje del presidente Manuel Andrés López Obrador a Washington siguió una lógica distinta: alto riesgo con bajos rendimientos. Dado lo que estaba de por medio, no fue una mala estrategia, pero sólo se podrá cantar victoria si sus reverberaciones no resultan contraproducentes.
Los discursos de los dos presidentes no podían haber sido más contrastantes, porque cada uno tenía un objetivo distinto. Para Trump, el objetivo era concluir la disputa que él mismo generó con México para apaciguar a los electores hispanos. Su discurso fue plano, predecible y contradictorio con todo lo que había dicho desde su campaña en 2016, particularmente en lo relativo a la frontera, la migración, el TLC y, en general, los mexicanos. Un discurso parco, diseñado para ensalzar a su invitado y, a la vez, dedicado a sus potenciales votantes.
El objetivo del presidente López Obrador, del cual se especuló tanto, resultó transparente: ser reconocido por el presidente de Estados Unidos. Más que una agenda de país, la suya era personal y electoral (y, quizá, recompensada con la detención de Duarte). Su discurso no fue el de un presidente involucrado en profundas negociaciones, sino el de quien llegó al zenit de la montaña y quería convertirlo en un hito histórico para su base electoral. Gritar “Viva México” desde la Casa Blanca podría parecer un tanto fuera de lugar, pero era el reclamo de quien fue legitimado por una autoridad superior. Y ese es el problema del discurso: a pesar de repetidamente demandar que se le tratara con respeto y como igual, el discurso deja la sensación de que no se siente así.
La cena ofrecida por el presidente Trump ofrecía la oportunidad de que los empresarios estadounidenses, fuertemente representados por grandes inversionistas en México, sobre todo en el sector automotriz, financiero y energético, hicieran preguntas y planteamientos claros sobre sus preocupaciones respecto a las decisiones que, desde la cancelación del aeropuerto, han caracterizado al gobierno. Una cena presidida por un empresario como Trump, que claramente entiende la importancia de la certidumbre y la confianza en las decisiones de inversión, fue un contexto perfecto para que los empresarios norteamericanos se expresaran con “franqueza,” como se dice en la jerga diplomática.
La lista de invitados por el lado mexicano no deja duda sobre la forma en que AMLO concibe a la actividad empresarial; todos sus invitados representan actividades dependientes del gobierno: contratistas, concesionarios y vendedores de servicios al propio gobierno. El contraste con los estadounidenses es palpable, lo que no ayudará a atenuar las preocupaciones que el gobierno de AMLO atiza cada vez que cancela un proyecto de inversión, convoca a una consulta patito o elimina a un ente regulador autónomo.
El gobierno se congratula de haber librado la visita sin incidentes mayores, lo cual es de festejarse, pero su mira no era muy alta. Hay tres factores de riesgo que no se atendieron, dos de ellos conscientemente: los demócratas y las comunidades mexicanas. La fecha de la reunión no fue producto de la casualidad: de haber tenido lugar una semana antes, con el Congreso en funciones, el presidente habría tenido que visitar, al menos, a la señora Nancy Pelosi, líder del Congreso y persona clave en la aprobación del nuevo tratado, para no crear un incidente diplomático. Pretender que no habrá respuesta de su partido o del equipo del candidato Joseph Biden es ingenuo. Para ellos, la visita constituye un voto de AMLO por Trump, por lo que el desenlace está por verse. Sería sensato dejar la celebración para más adelante.
Por lo que toca a las comunidades de mexicanos, es inexplicable que no se diera al menos un encuentro informal con los líderes de organizaciones tan militantes y a las cuales el hoy presidente cultivó por mucho tiempo. Una reunión habría tenido un costo mínimo; no haberla organizado seguramente tendrá un costo monumental. Es de preguntarse quién decidió algo tan absurdo y, a la vez tan elemental.
El tercer factor de riesgo es el relativo a las protestas que se dieron cuando el presidente hizo guardia ante los monumentos de Juárez y Lincoln. Yo no estuve ahí, pero los gritos no me sonaron a español de México, sino más bien sudamericano, quizá cubano o venezolano. Es sabido que hay visos de oposición a AMLO en el estado de Florida, por lo que no es imposible que el presidente haya abierto una cloaca muy peligrosa sin siquiera haberse dado cuenta.
Quedan dos incógnitas no menores: la primera es qué pasará cuando un periodista agarre a Trump desprevenido y éste vuelva a su tradicional retórica antimexicana o cuando, en los próximos días, actúe respecto al asunto DACA.
Por otro lado, nada en esta visita altera el escollo del lado mexicano: las palabras se las lleva el viento y lo que cuenta son los resultados. Para ser exitoso, el nuevo tratado, razón del encuentro, depende íntegramente de la certeza que genere el gobierno del presidente López Obrador entre los inversionistas, algo por demás dudoso. La visita se salvó; ahora falta que se salve la economía.