Hace 100 años la humanidad se recuperaba de la peor pandemia global que se haya vivido, al menos reflejada en el número de muertes (se estiman entre 50 y 100 millones de personas fallecidas, representando entre el 10% y 20% de la población mundial). La mal llamada gripe española –todos los supuestos casos cero se referencian en Estados Unidos– se inició hacia el final de la primera guerra mundial, y por temor a generar pánico en la ciudadanía, la mayoría de los Estados promovieron el encubrimiento de la información en los medios de comunicación. Recordemos que los antibióticos no sugirieron hasta inicios de 1940, por lo tanto, gran parte del tratamiento se basaba en la promoción de un conjunto de creencias y suposiciones con diversos medicamentos “milagrosos”. Estos iban desde aguas medicinales, tónicos para la salud, dosis sustantivas de aspirina o mezclas a base de quinina, arsénico y aceite de alcanfor. Incluso, algunos médicos, incentivaban fumar tabaco ante el supuesto de que el humo mataba los gérmenes.
Hoy sabemos que el agravamiento de la enfermedad ocurría por una tormenta de citocinas, y que la guerra –con el desplazamiento de soldados a través de los océanos y fronteras como inicio de lo que sería un creciente flujo de personas por todo el mundo– fue la principal causa de dispersión de la enfermedad. España, por otro lado, fue el primer país en comunicarlo responsablemente a sus ciudadanos y por eso quedó mal referenciado como el punto de origen de la gripe. Se tardó más de una década en determinar que el causante de la pandemia había sido un virus, y a pesar de tamaño nivel de desinformación, luego de tres oleadas de contagios, la humanidad fue resolviendo la confusión y la tragedia adoptando las medidas de higiene y aislamiento social. Con eso se logró progresivamente que la mayoría de las personas alcanzaran los niveles de inmunidad colectiva suficientes para que pudiéramos convivir con el virus de manera relativamente normal hasta el desarrollo de la necesaria vacuna. Obviamente para muchos historiadores, la fiebre española y la consecuente recesión posterior fueron la antesala para la crisis económica de 1930 conocida como la “Gran Depresión”, que poco tiempo después derivó en la Segunda Guerra Mundial.
Todo esto pareciera sonar conocido estando en medio de la crisis del COVID19. La historia nos muestra que podríamos habernos preparado mejor si hubiéramos aceptado las alertas de los científicos, quienes durante décadas advirtieron la fragilidad del mundo globalizado frente a un potencial nuevo patógeno con alta capacidad de contagio y mortalidad. Subestimamos un riesgo de alto impacto que sabíamos iba a ocurrir, pero al no saber cuándo ocurriría, nos relajamos confiando que no nos tocaría a nosotros. Es muy bueno ver que sí hemos aprendido sobre el rol fundamental que cumple la ciencia en la gestión de la crisis.
Actualmente, la gran mayoría de las autoridades no se deja llevar por supuestos o fantasías milagrosas, sino que se apoya en el conocimiento científico, el análisis de la información y el desarrollo de la tecnología para administrar la respuesta ante esta nueva pandemia. También hemos aprendido el rol central de una comunicación responsable con la ciudadanía, y que sean los mismos líderes quienes, proactivamente, exigen el uso de medidas de higiene, como la mascarilla (practicando con el ejemplo), y evitan sugerir uso de productos farmacológicos o químicos no validados por los entes científicos correspondientes. Incluso el mundo cuenta hoy con un sistema en línea que permite a casi cualquier persona con acceso a internet monitorear el avance de la pandemia región por región, día a día. De esa forma incluso las personas podemos ir validando los esfuerzos que se realizan, así como verificar que el comportamiento individual y colectivo va incidiendo en la superación o agravamiento de la crisis. Si bien aún hay mucho por mejorar, el mundo ha avanzado en su respuesta ante una pandemia global.
Pareciera que en relación a la crisis climática, seguimos rigiéndonos por los mismos principios de hace 100 años y subestimamos el riesgo, con la misma liviandad con la que desestimamos la de una nueva pandemia. La ciencia nos ha advertido que estamos frente a una crisis de proporciones que nos exige reducir urgente y radicalmente nuestras emisiones, para lo cual debemos comenzar por eliminar nuestra dependencia a los combustibles fósiles y transformar nuestra agricultura para que restaure la naturaleza en lugar de degradarla.
Frente a ello aún existen líderes que prefieren negar la evidencia científica con sus constantes alertas desde el primer reporte del IPCC en 1990. Y preferimos dilatar las decisiones inventándonos soluciones milagrosas que no hacen más que aumentar exponencialmente nuestra vulnerabilidad ante el calentamiento global. Los impactos climáticos, como la sequía de casi una década que atraviesa Chile, ya son parte de nuestra nueva realidad. Asumamos que estamos ante una emergencia climática y dejemos de comportarnos como lo hizo el mundo frente a la mal llamada gripe española. A diferencia de 1918, ya contamos con tecnología, información y evidencia científica para responder a esta emergencia. Y construyamos a partir de los aprendizajes que nos deja la actual crisis sanitaria del COVID19. No esperemos más, pidamos a la ciudadanía que use el equivalente a la mascarilla del clima –como usar eficientemente la energía–, e invirtamos globalmente al máximo en el aplanamiento de la curva del calentamiento global –equivalente a la red de profesionales de la salud y los ventiladores mecánicos–. Sabemos cómo hacerlo.
Columna elaborada con la colaboración de Ramiro Fernández, director de Cambio Climático de la Fundación AVINA