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Líderes
Mar, 09/06/2020 - 08:56

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

La habilidad para lograr que cada individuo defina sus objetivos y los alcance, eso que se llama liderazgo, es quizá el factor más trascendente que hace toda la diferencia en momentos de crisis. Los grandes líderes se forjan en momentos de grandes desafíos: cuando, por circunstancias ajenas, la población tiene que resolver problemas más allá de sus capacidades personales. Los líderes más efectivos en la historia son aquellos que logran construir una solidaridad colectiva en torno a la resolución del problema. Así es como creció hasta alcanzar dimensiones sobrehumanas la fama de Winston Churchill: su accidentada historia previa no permitía anticipar que sería el gran líder que su país, y el mundo libre, verían como una luz en el horizonte incluso en los momentos más lúgubres.

Churchill fue la persona clave en el momento crucial, pero no ha sido el único. En los pasados 90 días hemos visto a la canciller Merkel, a quienes muchos ya veían en fase terminal, no sólo recobrando un apoyo masivo en su país, sino convirtiéndose en símbolo de tesón, claridad mental y templanza. Jacinda Ardern, primer ministro de Nueva Zelandia, hizo lo propio, como lo logró su equivalente en Taiwán, Tsai Ing-wen. Lo que las distinguió fue que nunca confundieron su papel ni tuvieron agendas secundarias: se abocaron a lo que les correspondía y a nada más. Su éxito, y el reconocimiento que lograron en sus naciones así lo consigna. El caso de Corea es emblemático: el presidente Moon Jae-in enfrentaba una decreciente aprobación pero logró una súper mayoría en su parlamento a la mitad de la pandemia por el liderazgo que ejerció.

No son muchos los ejemplos de éxito tan extraordinario, pero son evidentes los casos de fracaso: quienes dedicaron sus energías a buscar culpables en lugar de encontrar soluciones. En situaciones de crisis, cuando la población requiere certeza y claridad de rumbo, los líderes permiten avanzar hacia una pronta resolución, impidiendo una permanente e inevitable decadencia. Al colapsarse el apartheid, Sudáfrica pudo haber evolucionado en distintas direcciones, comenzando por una carnicería de blancos. Si en lugar de Nelson Mandela el sucesor de F.W. de Klerk hubiese sido alguno de quienes sucedieron al primer presidente negro, ese país habría acabado en un violento ocaso. Mandela fue quien hizo posible una transición pacífica y exitosa. El líder necesario en el momento exacto.

Imposible minimizar la magnitud de una crisis que se magnifica todavía más porque combina el riesgo de contagio –y los miedos y preocupaciones que eso trae consigo– con el súbito colapso de la actividad económica por el recurso al confinamiento como estrategia para lidiar con el virus. Los estadounidenses lograron convertir a la crisis pandémica en un nuevo motivo de disputa política: en lugar de responder a la crisis, su gobierno persistió en su agenda de polarización, prolongando y agudizando el sufrimiento. Las crisis demandan acción adecuada ante y para las circunstancias específicas: como demuestran Suecia y Alemania, no hay una sola respuesta posible, porque cada nación tiene sus características particulares, pero todas requieren una línea de acción convincente y decidida que trascienda las querellas del momento. Más tratándose de sociedades divididas porque lo que se requiere es un gobierno eficiente y con visión de largo plazo para enfrentar obstáculos sin precedentes. El punto nodal es lograr la confianza de la gente en un gobierno que demuestra que sabe lo que está haciendo y que, como producto de ello, logra la solidaridad de la sociedad. Algunos gobiernos lo lograron, otros se quedaron con las ganas.

Una encuesta reciente* encontró que “demasiada gente en demasiados países desconfía de sus líderes políticos para actuar en el mejor interés nacional o, en el extremo, incluso conducir elecciones limpias”. La misma encuesta demostró una enorme aprobación (90%) a los científicos, seguidos de líderes militares y empresariales. La razón de la desconfianza se reduce a corrupción o debilidad de los gobiernos y políticos, factores que se acentúan mientras menor la edad del encuestado.

Los momentos de crisis son perfectos para comparar la manera en que distintas sociedades y personas responden ante el mismo desafío: es ahí donde se decantan los países que cuentan con una solidez institucional intrínseca para lidiar con los retos que se presentan, independientemente de la calidad de su liderazgo, y también de los líderes –en naciones fuertes o débiles– que emergen, como ilustra la canciller alemana frente a Mandela, ambos exitosos en circunstancias críticas. Margaret MacMillan, autora de algunos de los libros más trascendentes sobre el siglo XX, afirma que “la historia muestra que las sociedades que sobreviven y se adaptan mejor ante las catástrofes son fuertes en sí mismas”**. Ilustra su punto diferenciando al Reino Unido de Francia ante el embate nazi en la segunda guerra mundial.

La lección es obvia: sólo los países con estructuras institucionales sólidas salen bien librados de las crisis. También lo logran aquellos que cuentan con un liderazgo idóneo cuando las circunstancias lo exigen. Cuando ambos están ausentes, el futuro se torna aciago. Es clave que aparezca y sume.

* Tällberg Foundation’s “Democracy’s Temperature” fue llevado a cabo del 14  al 30 de abril, con 526 participantes de 77 países. 

**The Economist, Mayo 9, 2020

 

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