La evidencia muestra que el proyecto es el poder, no el bienestar o el desarrollo; en este contexto, la crisis ciertamente cae como anillo al dedo. Se trata, como afirmó Rahm Emanuel, a la sazón asesor político de Obama, de “nunca desaprovechar una crisis… una oportunidad para hacer las cosas que pensabas que no podías hacer antes”. En términos marxistas, que utilizan muchos miembros de Morena, se trata de agudizar las contradicciones para cambiar la realidad.
Efectivamente, el presidente Manuel Andrés López Obrador fue electo para cambiar la realidad: su plataforma electoral planteaba enfrentar la pobreza, corrupción, desigualdad y la falta de crecimiento acelerado. Si algo lo ha distinguido en el pasado año y medio es por ser consistente en sus promesas y por avanzar su agenda en cada uno de esos frentes. La pregunta clave sobre él no radica en los objetivos, que son públicos y transparentes, sino en las estrategias que está siguiendo para lograrlos. Puesto en términos llanos, nadie puede estar en contra de esos objetivos, pero lo que parece evidente es que no está avanzando hacia su resolución: más bien, está concentrando el poder en todos los frentes, como si eso fuese suficiente para alcanzarlos.
La noción de que la concentración del poder resuelve los problemas del país se deriva de una lectura parcial e insuficiente de lo que ocurría en la era del desarrollo estabilizador, sobre todo en los 60 y principios de los 70. Las fechas importan porque los resultados fueron contrastantes: entre los 40 y el inicio de los 70 el país gozó de una situación de excepcional crecimiento económico y estabilidad política, una combinación perfecta que resultaba de un modelo económico y político que guardaban coherencia entre sí pero que, en los 60, llegó a su límite. En los 70 se intentó prolongar un modelo que ya no contaba con viabilidad económica o política a través de un creciente endeudamiento, lo que llevó a la crisis de deuda en 1982 y la terrible recesión de esa década.
El punto clave es que el modelo que había funcionado, una de cuyas características era una presidencia fuerte, fue producto de estrategias políticas y económicas concretas. La presidencia fuerte era la consecuencia del modelo, no el modelo mismo. Además, ese modelo respondía a un momento histórico de México y del mundo que ya no existe. En este sentido, intentar recrear la presidencia fuerte para resolver problemas del siglo XXI es, como hubiera dicho Marx, una farsa.
Lo anterior no ha impedido que la construcción de una presidencia fuerte y un gobierno enfocado al control prosiga con prisa y sin pausa, como ilustra el intento por eliminar cualquier control constitucional al manejo del gasto público o el agandalle eléctrico. Sin embargo, la falacia detrás de ese proyecto es que no es susceptible de avanzar hacia el logro de los objetivos que se planteó el presidente: claramente, la corrupción no ha disminuido (como siempre en nuestro sistema político, la corruptos son los del gobierno en curso, pero esta persiste); la pobreza no se reduce con el aumento de transferencias (pero si se fortalece una base clientelar que nada tiene que ver con la pobreza); y, claramente, no merma la desigualdad. Del crecimiento ni que hablar.
La evidencia muestra que el verdadero proyecto no es de desarrollo sino de control: no sólo todo está enfocado en esa dirección, sino que ni siquiera se pretende construir el tipo de capacidad rectora que caracterizó al desarrollo estabilizador. Pero el objetivo de control viene acompañado de la neutralización no sólo de los (supuestos) contrapesos al poder presidencial, sino de la eliminación de todos los factores de éxito que caracterizaron al periodo que el presidente denomina como “neoliberal.” Esto implica que el objetivo no es exclusivamente la restauración de una etapa del pasado de México, sino destruir las anclas que permiten que algunas cosas funcionen (por cierto, muchas de ellas muy bien, como la planta de manufactura para la exportación, ahora en riesgo). Esto seguiría la máxima de Trotsky de que “mientras peor vayan las cosas, mejor.”
Lo peculiar del momento actual de México es que el presidente avanza en el ámbito legislativo casi sin restricción, pero los resultados son, a pesar de ello, pírricos. Su control de la cámara de diputados a través de Morena es indisputable y, para iniciativas de ley que no requieren mayoría calificada, tiene igual control del senado. Sin embargo, aunque Morena es un instrumento del presidente, no constituye una representación social con amplia presencia en la sociedad. Su fuerza legislativa es abrumadora, lo que le permite al presidente usar al partido como prefiera, pero no tiene capacidad de movilizar o controlar a la sociedad.
El presidente ha convertido a la crisis de la pandemia en una oportunidad para avanzar su proyecto de control, pero no está avanzando: la sociedad ha cobrado cada vez más presencia y relevancia. En una palabra: este es el momento y esta es la oportunidad para que la sociedad tome el papel que le corresponde, rompa con el mundo de la información falsa y de la corrupción imperante para construir una plataforma de sólido desarrollo futuro. Las crisis son oportunidades para todos.