Objetivos divergentes que pretenden resolver un problema común. Quizá así se podría comenzar a apreciar la complejidad inherente al nuevo tratado de libre comercio de Norteamérica. Cada uno de los gobiernos involucrados tenía sus prioridades y el resultado es el nuevo T-MEC que se inauguró esta semana: como todo instrumento, este tiene sus virtudes y sus defectos, pero no es una panacea.
Según la vieja mitología griega, la panacea, nombrada así por la diosa de los remedios universales, es una cura a todos los males. El nuevo tratado comercial ciertamente no es una panacea en el sentido griego, pero es, sin la menor duda, el mejor acuerdo que era posible dada la coyuntura política. Y ese es el criterio relevante: las negociaciones entre países son un reflejo tanto de los propósitos de las partes involucradas como de la correlación de fuerzas del momento.
Para el gobierno del presidente Trump, el objetivo primario era desincentivar la emigración de plantas industriales de Estados Unidos hacia México y el nuevo tratado refleja esa prioridad. No hay contraste más grande entre el llamado NAFTA y su sucesor, el T-MEC, que este. En este cambio desapareció la prioridad número uno por la cual México propuso la negociación original, al inicio de los noventa.
El contexto de aquel acuerdo es clave: el gobierno mexicano propuso la negociación de un acuerdo comercial y de inversión como medio para conferirle certidumbre a los inversionistas luego de la conflictiva década de los ochenta: en una palabra, el objetivo era utilizar al gobierno norteamericano como palanca para recobrar la confianza perdida en la expropiación de los bancos. Se buscaba un medio para asegurar a los inversionistas que el gobierno mexicano no actuaría de manera caprichuda o arbitraria en la conducción de los asuntos económicos y que las disputas que pudieran surgir entre el gobierno y las empresas serían resueltas en tribunales no dependientes del gobierno mexicano.
El gobierno norteamericano de aquel entonces veía en el NAFTA la oportunidad de apoyar a que México lograra un progreso acelerado, objetivo central de la definición de su interés nacional. Detrás de ello residía la premisa y expectativa de que México llevaría a cabo reformas profundas para convertir al tratado en una palanca transformadora que permitiera lograr el ansiado desarrollo, cosa que evidentemente no ocurrió.
Aunque la renegociación comenzó en el sexenio anterior, el presidente Manuel Andrés López Obrador le imprimió su carácter distintivo, plasmando en el nuevo tratado sus propios objetivos, que son muy distintos a los que animaron al TLC original, especialmente en materia laboral y social. Muchas de las provisiones más polémicas y potencialmente onerosas del T-MEC surgen de esta visión, en la que, por razones muy distintas, convergen los dos gobiernos. Mientras que para Trump el objetivo manifiesto es la protección del trabajador estadounidense, para el mexicano la prioridad es disminuir la desigualdad y reducir la pobreza. A través del tratado, el gobierno mexicano se propone promover la modernización de la planta productiva con una racionalidad de inclusión social y protección de derechos laborales. No son objetivos muy distintos, pero tampoco es obvio como cuajen en la práctica. Cuando se mezclan propósitos ambiciosos con instrumentos limitados, el resultado no siempre es el esperado.
Lo extraño es el uso (que sin duda será sesgado y politizado) de instancias norteamericanas para forzar un cambio en la manera de operar de las empresas mexicanas, sobre todo, en la organización de los sindicatos y la elección de sus liderazgos. El gobierno mexicano se propone un salto triple mortal: democratizar las relaciones laborales, cooptar a los nuevos liderazgos y crear nuevas clientelas electorales, todo ello a través de un tratado internacional donde el gobierno del país del que todo esto depende tiene objetivos políticos y de protección de su planta laboral que claramente no tienen nada que ver con la lógica política del gobierno de López Obrador.
A lo largo del último cuarto de siglo, el TLC se convirtió en el principal motor de la economía mexicana a través de las exportaciones. Cuando estas colapsaron por la crisis financiera de EUA en 2009, la economía mexicana se vino abajo de manera dramática, evidenciando tanto la enorme importancia del sector exportador, como la falta de una estrategia para acelerar la transformación del mercado interno, que lo convirtiera en otro gran motor del desarrollo. Sin embargo, nada se hizo para responder ante aquella obviedad y eso es lo que el nuevo tratado, al menos en espíritu, se propone lograr.
Lo que no ha cambiado del lado mexicano es la necesidad de proveer certidumbre al inversionista, cosa que el nuevo tratado ya no garantiza, excepto para algunos servicios. La certidumbre ahora tendrá que ser provista por el propio gobierno mexicano, quien no se ha distinguido por su disposición a afianzarla. Sin inversión privada el nuevo tratado –y cualquier otra estrategia– resultará irrelevante. El verdadero reto no es el señor Trump o las potenciales (probables) demandas norteamericanas, sino la falta de brújula interna respecto a lo que hace posible atraer la inversión.