Lo normal cuando cambia un gobierno es la continuidad, con los ajustes naturales de estilo y personalidad. Cambia el presidente, pero el país sigue su curso: el nuevo gobierno le imprime sus formas, preferencias y prioridades, pero en general preserva la esencia de lo que es el gobierno y su relación con la sociedad. En ocasiones, por razones endógenas –como el advenimiento de un gobierno transformador– o exógenas –como la aparición de factores no predecibles, como una pandemia y sus secuelas económicas y sociales– las circunstancias demandan un rompimiento o lo hacen posible. A veces, los cambios mejoran el futuro, otros equivalen a darse un tiro en el pie.
La principal apuesta del presidente Manuel Andrés López Obrador es que su base, ahora clientela, se preservará intacta a pesar de las dolencias económicas y el desempleo, y que la economía de Estados Unidos será lo suficientemente fuerte como para generar demanda para las exportaciones nacionales. Como principal motor de nuestra economía, las exportaciones son clave para cualquier conato de recuperación económica, como bien aprendimos en 2009, cuando la recesión americana causó casi una depresión en México.
Otra cosa es que el proyecto presidencial quede incólume a pesar de los cambios en el entorno tanto interno como externo: lo único seguro es que las giras y toda la operación política están orientadas a ganar 2021 a cualquier precio.
En esta perspectiva, no es tediosa la interrogante de si a este gobierno lo anima el ansia de un cambio profundo (a los demagogos de la 4T les encanta hablar de un inexistente “cambio de régimen”) o de una continuidad con modificaciones al estilo de la casa presidencial. Más allá de eliminar contrapesos que han probado ser meros tigres de papel, el gobierno no ha hecho sino intentar recrear la vieja presidencia mexicana, pero esos esfuerzos han venido aparejados de consecuencias no anticipadas. Quizá no se hayan percatado que mientras mayor el control, mayor el deterioro: en un mundo abierto, las restricciones, cancelaciones e imposiciones tienen un costo incremental.
La interrogante clave es si todo lo que el país y el mundo han experimentado a lo largo de este año permitirá retornar a la normalidad anterior, como si nada hubiera pasado. Países serios que condujeron el proceso sanitario sin agendas encontradas –como Alemania o Corea, por citar dos casos exitosos– han logrado un retorno a algún grado de normalidad y, en el camino, sus gobiernos se ganaron el aplauso de la ciudadanía porque esta percibió en el gobierno a un aliado que no hizo más que dedicarse a combatir el enemigo común. En México el gobierno encontró una multiplicidad de enemigos, tomó en chunga el combate al virus y se ganó el oprobio y, peor, la decepción, de una buena parte de la ciudadanía. Así lo consignan las encuestas. Quizá más importante para su objetivo único, las elecciones de 2021, el presidente no ha hecho nada, ni siquiera reconocer que el desempleo y la recesión tienen consecuencias para las personas y sus familias, especialmente aquellas más vulnerables, muchas de las cuales votaron por él. Las urnas serán la prueba última de esas percepciones.
Dos circunstancias hacen dudar de la viabilidad de la estrategia gubernamental. La primera es si la obcecación con los proyectos prioritarios (como la refinería y el tren maya) es la mejor manera de gobernar. El famoso general prusiano von Moltke decía que ni los mejores planes sobreviven el primer contacto con la realidad y a nadie le debe caber duda alguna que la realidad cambió radicalmente en los últimos meses, tanto por la recesión, que ya venía desde el año pasado, como por el desempleo. El presidente no está dispuesto a alterar su proyecto ni en una coma, lo que obliga a preguntar si la falta de atención a la población más afectada tendrá efectos políticos o electorales. Inconcebible que no sea así.
La segunda característica de la estrategia gubernamental es que consiste en una transacción esencialmente comercial: si bien el presidente se dedica a activar y nutrir sus redes a través de las giras por todo el país, la esencia de la estrategia electoral son las transferencias que se realizan a adultos mayores, “jóvenes construyendo el futuro” y demás clientelas. Esas personas y familias sin duda agradecen la contribución, pero no por ello todas son creyentes: exceptuando a quienes efectivamente tengan una vinculación cuasi religiosa con el presidente (que hay muchos), los demás mantienen una relación esencialmente de carácter comercial, dependiente de que las transferencias persistan. La compra de votos es un instrumento muy viejo en la política mexicana y la población lo juega como lo que es: una transacción. ¿Sobrevivirá la relación cuando aprieten las finanzas públicas, lo que inexorablemente ocurrirá en los próximos meses?
Nada está escrito para las elecciones de 2021, pero es claro que ya estamos en plena temporada electoral y todo lo que hace el gobierno y la oposición está encaminado a definir o redefinir la correlación de fuerzas que emergió en 2018. El problema para el gobierno es que no tiene una estrategia para el desarrollo del país y eso es lo que, a final de cuentas, le hace una diferencia a la ciudadanía.