El vino chileno desempolva una carta olvidada. Los Cinsault y País del Itata. Algunos ya se venden en US$ 40.
La calidad de los vinos chilenos es reconocida a nivel mundial. Múltiples premios y medallas lo confirman. Se dice incluso que hasta los caldos envasados en caja no decepcionan. No obstante, para muchos enólogos internacionales, desde hace un tiempo que el país no tiene muchas novedades que ofrecerle al mundo. Pero en las entrañas del Valle del Itata, en la Región del Biobío, parece estar gestándose una nueva gesta vitícola. Ésta es su historia.
Como muestra de lo anterior, en los más recientes premios Awoca, que organiza el gremio viñatero Wines of Chile, los jurados internacionales alabaron como siempre la calidad de los vinos chilenos. Sin embargo, apuntaron a cierta monotonía, a que los carmenères se parecían mucho entre sí, lo mismo que los cabernet sauvignon o algunos syrah. Esto no es ningún descubrimiento. Se debe a que la gran industria vitivinícola chilena ha sido modelada en las últimas dos o tres décadas por la demanda y el gusto externo y a que la atomización en pocos actores resta posibilidades a la diversidad en los vinos.
En Italia, en Francia, incluso en España, el protagonismo del pequeño productor es más relevante y parte de la cultura histórica vitivinícola. En Chile, el Nuevo Mundo del vino lo hacen los grandes. Si en Montalcino el promedio de hectáreas por productor no pasa de dos, en cualquier valle vitivinícola chileno esa cifra es excepcional. Excepto que uno se aventure hacia los antiguos y recónditos caminos olvidados del vino, aquellos que tuvieron historia e incluso hegemonías hace más de un siglo, pero fueron abandonados cuando la mirada y el dinero establecieron el predominio de las cepas bordalesas; cuando los nombres de las grandes familias plutocráticas adornaron las etiquetas de las viñas de la zona central, que a la postre serían el puntal del boom exportador del país de los 90 hasta hoy.
Huasos resilientes. En todo ese camino, aquellas zonas más australes, de pequeños agricultores, se mantuvieron sobreviviendo a duras penas, enfrentando una agricultura de subsistencia y el avance del poderío de las empresas forestales, por citar la más importante de las amenazas.
Pero hoy, muchos años después, el solo hecho de esta lucha silenciosa parece tener un valor relevante. Y se puede sentir cuando se recorren esos lomajes suaves y extraordinarios de Guariligüe, en pleno secano costero del Valle del Itata, que parece transportada directamente de una zona de Italia, excepto por los fondos forestales que decoran el paisaje. Es el área principal de este valle sureño que ha comenzado a llamar la atención del mainstream del vino, aunque hay varias más. A su alrededor se encuentra lo que se ha nominado como el Itata profundo, y que es objeto de atención vitivinícola desde hace un tiempo.
El Valle del Itata es uno de los dos –junto al de Biobío– que comparten la Octava Región de Chile, unos 400 kilómetros al sur de Santiago. Es una zona histórica desde el punto de vista vitivinícola, con una data de cinco siglos. Es decir, desde los albores de la Conquista. Aquello por la importancia que tuvo Concepción para los conquistadores españoles. Los jesuitas en este caso –como por lo demás ocurrió en todas partes de América– habrían sido quienes plantaron y expandieron la vid en esta zona, la cepa País, también conocida como o criolla negra o mission –según su apelativo californiano–.
La diferencia con otras partes de Chile y de América es que en esta zona sigue siendo la cepa mayoritaria. Según los datos del último Catastro Vitivinícola (2012) existen en Chile 7.250 hectáreas de País (5,6% del total plantado) y 2.462 están en la región citada. Sólo es superada por la llamada Moscatel de Alejandría o Italia con 2.990 hectáreas, la uva blanca predominante. De acuerdo a los datos históricos, la zona del Itata y alrededores reinó durante siglos en la producción de vinos con distinta fama, casi legendaria, hasta perderse en los vinos a granel, las garrafas y en los Tetra Pak en las últimas décadas.
Ha sido un enólogo que ha recorrido varias veces el Chile vitivinícola y cuyo objetivo ha sido vinificar ejemplares de diferentes procedencias, quien puso de vuelta en las botellas de fama los vinos del Itata. Se trata de Marcelo Retamal, de Viña De Martino, quien lanzó hace algunos años un vino que llamó la atención por su forma de elaboración más que por su procedencia: Cinsault Viejas Tinajas, el cual representó un doble desafío. Por una parte, explicar la existencia de un cepaje prácticamente desconocido, el Cinsault, y, por otra, convencer que fermentar y guardar un vino en viejas tinajas de greda tenía un objetivo más allá de la rareza.
Guariligüe ancestral. Retamal, con su conocida pericia, justificó ambas: una mirada, un rescate, una vuelta al pasado tanto por el cepaje como por el método. Narra Retamal que en uno de sus periplos por la zona costera del Maule, en el límite norte de Itata, no se convencía de lo que encontraba y que decidió avanzar junto a su asesor, un verdadero terroir hunter, Renán Cancino, más hacia el sur; hasta que entraron a Coelemu y después a Guariligüe. “Es una visión que impacta por su belleza, tanto por los viñedos en esas laderas escarpadas, como por las personas, los campesinos que han mantenido sus viñedos y sus métodos de producción ancestrales”, explica.
Además de su Cinsault, Retamal ha lanzado un par de vinos bajo el rótulo de Gallardía del Itata, donde incluye un blanco de Moscatel de Alejandría.
Uno de los puntos sobre los que llama la atención Retamal es que “el Itata profundo” no es todo el Itata. El primero se identifica con el secano costero, que se instala en plena cordillera de la Costa, que corre paralela al Oceáno Pacífico en todo Chile, y sufre –en la mayoría de su extensión– de crónica falta de agua. En él, el cepaje tinto predominante es el Cinsault, típica variedad mediterránea, del sur de Francia, particularmente del Languedoc-Roussillon. Mientras que el Moscatel, como se dijo, domina en los blancos.
El Cinsault no ingresó al viñedo con los españoles del siglo XVI, sino mucho más tarde. Tras el gran terremoto de Chillán de 1939, uno de los apoyos del Estado fue introducir nuevos cepajes, entre éstos el Cinsault, que se adaptó bien al secano costero por su condición de variedad de clima frío, simple y frutal, cualidades que hoy vuelven a ser apreciadas.
El caso del Moscatel de Alejandría representa un desafío mayor. Para el enólogo Claudio Barría, un verdadero Quijote de esta zona, hay que avanzar en dar apoyo técnico a los pequeños productores de forma que mejoren la calidad de los productos, puesto que la calidad en la materia prima es indudable. “Estamos desarrollando proyectos importantes para que existan las condiciones necesarias para vinificar y envasar Moscatel de Alejandría como espumante”, dice. Una de sus ideas audaces es implementar un camión que permita envasar los espumantes y que se traslade hasta los distintos productores.
Barría, además, logró crear una Asociación Gremial de enólogos y profesionales del vino para el Valle del Itata, la cual preside, que pretende promover la zona, ya que la exposición permite que mejore la comercialización. “Hay cerca de 6.000 productores”, dice, lo que aporta una cantidad enorme de diversidad de suelos, uvas y estilos.
Otra punto a favor del secano costero del Itata es que goza de denominación de origen, lo que en Chile quiere decir que si alguien quiere poner en la etiqueta País o Cinsault, debe provenir de esta zona. Si se elaboran estas cepas en otras zonas, no hay problema, pero no se puede confesar en la etiqueta, excepto con sinonimias, como el apelativo mission. El resto del vino chileno, en rigor, está regido por normas de zonificación más que de denominación de origen, como se entiende a nivel mundial.
Una de las demostraciones de que la zona y sus uvas están en alza es que algunas viñas importantes están mirando, trabajando e invirtiendo en ella, tanto del secano costero como del Itata en general. Es el caso de la viña catalana Miguel Torres, afincada en Curicó desde fines de los años 70. Acaba de comprar cerca de 230 hectáreas en la zona, pero más cercana a Chillán y del río Ñuble, otro de los grandes afluentes de la zona. Su enólogo, el español Fernando Almeda, hace tiempo que coqueteaba con expandirse al sur inmediato. Lo hizo primero con un exitoso espumoso rosado de país, llamado Estelado, y más recientemente con un País tranquilo, denominado Reserva del Pueblo, de la mano de una serie de pequeños productores de Coelemu y zonas cercanas. Más recientemente lanzó Días de Verano, un Moscatel del Itata.
Almeda apunta a una doble estrategia con el nuevo viñedo: por una parte, el rescate de los cepajes tradicionales, y por otra, plantar cepas tintas bordalesas como el Cabernet Sauvignon y el Carmenère. “Hace 40 años eso era imposible por la condición climática fría que impedía que estas cepas maduraran, pero con el cambio climático y el aumento de temperaturas hoy día es posible obtener buenos resultados, mejor aún que en zonas demasiado cálidas”.
Injertos nuevos. Una visión parecida, en el sentido de no restringir el potencial del Itata a las cepas País y Cisault, sino de ampliarlo a otros cepajes, tiene el enólogo Felipe García, quien hace años que compra uvas en el sector para elaborar algunos de sus vinos. Actualmente se encuentra asesorando a la Viña Piedra Lisa, en la zona de San Nicolás, en la parte central-norte del Itata, propiedad del ingeniero forestal Patricio Mendoza, quien pretendía realizar plantaciones forestales en el predio, y que terminó enamorado de las viejas parras. Allí se encuentran injertando sobre viejas parras de País cepajes mediterráneos como Mourvèdre y Grenache. García dice que “existe una gran cantidad de País en el valle que históricamente ha tenido muy bajo precio, y creo que hay que abrir el abanico de cepajes para lograr dar diversidad y mejorar el valor del producto”.
Algunos ya lo han logrado. Es el caso de Viña San Pedro, que lanzó un par de botellas bajo el rótulo de “Los Despedidos”, un País y un Cinsault. Han batido el récord de precio hasta ahora, ya que en el mercado local se cotizan en torno a los US$ 40.
A esta efervescencia se suman otras, más anecdóticas, pero quizás más decidoras: ya hay diferentes historias sobre quién o quiénes han “redescubierto” el Itata y el que las grandes viñas que antes compraban, en silencio, uvas en este sector, de a poco se han convencido en que hay que sincerarlo en las etiquetas. Para Chile y el mundo. Así, el mazo de cartas de la industria del vino se enriquece con un nuevo as de copas.