Pese al crecimiento económico, la violencia urbana sigue gangrenando a la región. Mientras jóvenes varones de entre 18 y 24 años son sus víctimas y victimarios de la guerra, los gobiernos latinoamericanos aún no encuentran las políticas públicas para garantizar la paz.
En febrero pasado un adolescente de 16 años apareció amarrado del cuello a un poste en el barrio de Flamengo, en Rio de Janeiro. Estaba atado con una cadena de bicicleta, desnudo y con un corte en la oreja. Al parecer se trataba de un sospechoso de cometer hurtos en la zona, castigado con virulencia por un supuesto grupo de vigilantes y justicieros del barrio. Los transeúntes pasaban por el lado sin hacer nada, hasta que una mujer de 66 años llamó a los bomberos. Muchos la insultaron en las redes sociales por “ayudar a un bandido”.
Es una de las tantas imágenes de la guerra urbana que azota a muchas ciudades latinoamericanas. Los ciudadanos las ven en directo (si tienen mala suerte), en los noticiarios o en las redes sociales, en una espiral que va desde el horror, la indignación y el hastío. De tanto repetirse dejan de asombrar; o peor aún: generan costumbre.
Con el 8% de la población mundial, América Latina es escenario del 42% de los homicidios que ocurren en el planeta, según el Informe Regional de Desarrollo Humano 2014, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Una tasa superior a 10 homicidios por cada 100.000 habitantes es considerada una epidemia por los organismos internacionales. Once de los 19 países de América Latina están en esa situación. La lista la encabeza Honduras, con 91,6 muertes por cada 100.000 habitantes, seguido por Venezuela y Guatemala, con 45 y 38,7, respectivamente. En el otro extremo está Chile, con 5,4, un índice comparable al de los países desarrollados.
Las consecuencias de la violencia en las ciudades y los espacios públicos son tangibles. “Lima, alguna vez conocida como Ciudad Jardín por su relajada arquitectura de amplios jardines y patios abiertos, se ha convertido en una ciudad de rejas”, afirma Juan Mendoza, profesor de economía de la Universidad del Pacífico en Perú. “Una ciudad de rejas y muros, de alarmas y cadenas, dominada por el miedo y la aprensión”.
En Brasil una investigación realizada para AméricaEconomía por el Instituto de Investigación Económica Aplicada (IPEA, por sus siglas en portugués) reveló que el gasto en seguridad creció en 70% entre 2000 y 2009. La cifra llegó en aquel año a casi US$17.000 millones, casi 1% del PIB. En el caso de la seguridad electrónica (cámaras, portones, alarmas, etc.) se llegó el año pasado a la facturación récord de US$2.300 millones.
Si el que puede paga, las familias con menores recursos “se organizan para vigilar sus vecindarios y poblados y administrar justicia de manera informal”, según afirma Mendoza. En casos extremos se llega al linchamiento, algo que ocurre no sólo en comunidades rurales de Perú y Bolivia, sino también en grandes ciudades como Caracas. El 5 de marzo de 2009 un grupo de personas en el sector de El Valle capturó a un supuesto violador, matándolo y prendiéndole fuego en la vía pública. El cuerpo carbonizado de Yorbeni Barrios, la víctima (¿o victimario?), puede ser visto en internet. Es un caso aislado, pero alarmante. Algo grave está pasando.
Las raíces. ¿Cómo se explica que, pese al crecimiento económico, la reducción de la pobreza y de la desigualdad, la región siga cargando con esta violencia endémica? El informe del PNUD apunta a un mayor número de familias monoparentales, el embarazo adolescente y la deserción escolar, entre otros factores. Más de la mitad de los jóvenes latinoamericanos no termina la secundaria “para trabajar y sustentar familias precoces y para tener acceso a bienes de consumo”, señala el sociólogo Julio Jacobo Waiselfiz, coordinador del área de estudios sobre violencia de Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO. Brasil tiene la tercera mayor tasa de deserción escolar entre las 100 naciones con mayor nivel de desarrollo humano del mundo: 24,3%, apenas por debajo de Bosnia Herzegovina.
Todo lleva a pensar, entonces, que la epidemia tiene por protagonistas a un ejército amorfo de jóvenes pobres, fuera del sistema educativo y con acceso fácil a armas y drogas ilícitas. La guerra contra el narcotráfico, lejos de alejarlos de él, los ha acercado.
Del otro lado de la ecuación está un sistema penal fracturado y precario. En muchos países el circuito policía-justicia-cárceles está completamente superado por la magnitud del problema, paralizado por la burocracia y la corrupción. Según la Asociación Brasileña de Criminalística, el índice de resolución de delitos oscila en el país entre 5% y 8%. En EE.UU., en el caso de los homicidios, llega a 65% y en Francia, al 80%.
Para Mendoza, de la Universidad del Pacífico, “el crecimiento del crimen y la delincuencia se debe a la decisión de facto -de este y los anteriores gobiernos- de abandonar a su suerte a la población”. El académico apunta “a una fuerza policial a dedicación parcial con remuneraciones equivalentes a un tercio de las observadas en los países vecinos”. Pero, sobre todo, a un Estado que no ejerce “el más mínimo liderazgo en la centralización de la provisión de seguridad”.
La correlación entre número de policías y niveles de violencia no parece fácil de establecer a primera vista. Guatemala y Brasil, dos países en la parte alta de la tabla, sólo en materia de homicidios tienen apenas 178 y 156 policías por cada 100.000 habitantes. El Salvador, más violento que ambos, tiene 343, incluso más que Chile. Uruguay, con bajos índices de criminalidad, tiene más de 800. ¿Necesitará tantos?
Las cárceles, que debieran ser parte de la solución, se han convertido en un problema de proporciones. Tómese el mismo caso de El Salvador, con 26.568 personas detenidas en tan sólo 27 penales. Es la segunda mayor tasa de encarcelación de América Latina, y la con niveles más dramáticos de hacinamiento. “Los penales son las mejores universidades del crimen”, dice Luis Felipe Calderón, profesor de la Escuela de Negocios ESAN de Perú. “Ante la sensación de violencia, los demagogos lo que han hecho es promover mayores penas y menores beneficios carcelarios, con lo que la población penal ha crecido mucho”.
Sólo en Brasil, con una población penal de 500.000 personas, uno de cada tres presos tiene entre 18 y 24 años, según datos del Instituto Avante Brasil. Así, un joven que cae en prisión por microtráfico, entra en un circuito del que le resulta prácticamente imposible salir.
Violencia estructural. Que la violencia urbana es un rasgo de nuestras ciudades resulta irrefutable. Sin embargo, queda la interrogante de si ésta ha aumentado o disminuido, o simplemente se ha tornado más visible.
“No tenemos datos certeros y ese es un severo problema, pues la información no es del todo confiable para hacer un análisis preciso de transformación cuantitativa de la violencia y el delito”, señala Jaris Mujica, investigador principal del Laboratorio de Criminología Social del Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Mujica señala que en Perú existe “una gran concentración en un número limitado de delitos que parecen no estar relacionados directamente con el crimen organizado o con el desarrollo de sistemas criminales complejos, sino con la violencia estructural, el pequeño delito, la violencia cotidiana”.
En Chile, tras el regreso de la democracia en 1990, se vivió una verdadera sicosis de victimización, estimulada por titulares espectaculares en los medios y unos políticos interesados en alimentar el discurso del temor. Se habló de unos jueces blandos y compasivos con los delincuentes y de una criminalidad fuera de control. Desde entonces la situación ha cambiado.
“El porcentaje de delitos contra la propiedad que las víctimas califican de violentos se ha mantenido estable en el tiempo, y asciende a sólo el 20% de los delitos reportados”, señala Catalina Mertz, director ejecutiva de la Fundación Paz Ciudadana, en base a encuestas realizadas por la misma organización. “La tasa de homicidios se ha mantenido estable en los últimos años, y sólo alrededor de un tercio es cometido con armas de fuego, también sin mayores cambios en los últimos años”.
El caso colombiano es significativamente ambiguo a este respecto. Según datos de la Presidencia de la República, los casos de homicidio se redujeron 8% en 2013, al registrarse 14.782 asesinatos, en contraste con los 16.033 de 2012. El secuestro, uno de los delitos que hicieron famoso al país en las décadas anteriores, bajó 4% en 2013. Sin embargo, según el Informe del Centro de Seguridad y Democracia de la Universidad Sergio Arboleda a noviembre 2013, las lesiones personales crecieron en 24%, y el hurto (predominantemente robo de celulares) aumentó 36%. Son las cifras más altas en los últimos 11 años.
¿La política cuándo? El modelo hipercentralizado de seguridad de Chile, con dos cuerpos policiales nacionales, uno militarizado (Carabineros) y otro civil (PDI), estaría rindiendo en términos de estabilizar o incluso disminuir las cifras de violencia. Mertz destaca “tasas relativamente altas de resultados judiciales de calidad en delitos violentos”. Otra cosa son los delitos menores, el hurto en la vía pública (esos tentadores celulares) o el asalto a los domicilios.
En Colombia, en cambio, la realidad y la historia se conjugan en un cuadro más complejo, ejemplificado en el caso de Medellín, donde los homicidios cayeron de 1.139, en 2012, a 856 el año pasado.
“Medellín tiene un modelo dual de seguridad”, afirma Fernando Quijano, director de la Corporación para la Paz y el Desarrollo Social, Corpades. “Lo ilegal armado se convierte en un elemento importante en la seguridad de la ciudad. Aquí la criminalidad cogobierna”.
Se refiere a las llamadas “Convivir”, bandas criminales conformadas en su mayoría por paramilitares que no se desmovilizaron. “Son la mano oscura del Estado”, dice Quijano. “Manejan el control de una manera importante en las comunas”.
El saldo de esta política no oficial es escabroso. Según numerosos documentales y artículos de prensa, se ha hecho común la práctica de enterrar cuerpos para que no entren en la estadística. Sólo en enero pasado 13 personas murieron en los hospitales después de ser heridas, pero no fueron reportadas como homicidios. “Si una persona aparece muerta en las aguas del río Medellín, en una calle, es una muerte por establecer”, afirma Quijano. “Pero también hay las que son heridas y mueren días después en el hospital y aparecen como deceso por insuficiencia respiratoria”.
El experto destaca el llamado “Pacto del fusil”, un acuerdo entre las bandas más peligrosas de la ciudad (“los Urabeños” y “La oficina” del Valle de Aburrá) en julio pasado. “Acordaron no matarse entre ellos”, dice Quijano. “Coordinar operatividad y repartirse territorios para extorsionar, traficar y delinquir”.
Ya había ocurrido otro similar hace una década, protagonizado por el célebre líder paramilitar don Berna. Al punto que el período de la paz relativa que le siguió se le denominó “bernaísmo”.
Atacar la raíz. Para Catalina Mertz, de Paz Ciudadana, “la delincuencia es un fenómeno altamente complejo y multicausal, que no puede ser explicada por algunas pocas variables y métodos cuantitativos tradicionales”. De hecho los expertos aún no llegan a un mínimo consenso para explicar el drástico descenso de las cifras delictivas en EE.UU. durante los últimos 20 años. ¿Fue la “tolerancia cero” y la expansión del sistema penitenciario? ¿Fue el auge económico? ¿O, como sugieren los economistas Steven Leavitt (Universidad de Chicago) y John Donohue (Yale), una de las consecuencias de la legalización del aborto sobre las cohortes posteriores a 1992?
Por todo lo anterior, el combate y prevención del delito mediante políticas públicas han resultado un quebradero de cabeza para los gobiernos de la región. Para Carolina Mertiz, lo fundamental es tratar “de hacer valer la ley y utilizar el sistema de persecución penal de forma costo-efectiva”. Eso además de “diseñar espacios y productos de tal forma que dificulten el accionar delictivo”.
No es casualidad que las cifras de homicidios sean menores en Chile, Argentina y Uruguay, países donde es relativamente difícil conseguir armas. Chile implementó el año pasado un programa para estimular la entrega de armas en poder de la población civil, dependiente del Ministerio del Interior. Brasil aplicó varias campañas similares en la década pasada, pero fueron perdiendo ímpetu en la población. Muchas armas entregadas a la Policía Federal volvían a la calle. Un referéndum para prohibir el comercio de armas, convocado durante el gobierno de Lula, fue rechazado por 65% de los votantes. Los últimos intentos de reactivar el tema han mejorado los incentivos monetarios y los aspectos prácticos de la entrega.
En Rio se han habilitado las llamadas Unidades Policiales Pacificadoras que intervienen de manera cuasi militar en las favelas emblemáticas; en Medellín se ha pactado extraoficialmente con los grupos delictivos. Casi todas las policías están aplicando tecnologías para mejorar su operatividad. Pero existe también un amplio espacio para levantar programas sociales de largo plazo que ataquen sus variables de origen: pobreza, exclusión, racismo, el vínculo entre armas y drogas ilegales. Tal vez no falten más cárceles, sino mejores cárceles; no más policías, sino policías mejor pagados y entrenados. Los gobiernos latinoamericanos han aplicado con éxito programas de transferencias monetarias condicionadas, pero no hay ninguno enfocado exclusivamente a los jóvenes. Piense en un padre soltero de 16 años, viviendo con una madre trabajadora a la que apenas ve, en la favela de Alemão, o en el barrio La Candelaria, en Medellín. Piense en los 61 jóvenes venezolanos muertos en octubre pasado durante un motín de la cárcel de Uribana, en Barquisimeto.
Mientras tanto, la guerra continúa.