Por Lucía Melgar para El Economista.
El 4 de septiembre fue el Día Mundial de la Salud Sexual, instituido en el 2010, por iniciativa de la Asociación Mundial de la Salud Sexual (WAS, por sus sigla en inglés), con la invitación inicial a “Hablar de eso”, en referencia al tabú sobre la sexualidad. El lema de este año, “Amor e intimidad en la salud sexual, una posibilidad para todas las personas”, sugiere un avance significativo, desde la ruptura del silencio a la precisión de que la salud sexual está estrechamente vinculada con las emociones, el placer y los vínculos afectivos, y que todos y todas tenemos derecho a ella.
La salud sexual, en efecto, no se limita a la salud del cuerpo ni a evitar relaciones sexuales de riesgo. La Organización Mundial de la Salud la define como “un estado completo de bienestar físico mental y social” en cuanto a la sexualidad. En un mundo donde los cuerpos se mercantilizan y a menudo se reduce el erotismo a pornografía, importa recordar que la sexualidad incluye “el sexo, el género, las identidades y roles de género, la orientación sexual, el erotismo, el placer, la intimidad y la reproducción” (WAS), que no se reduce a ninguna de estas dimensiones ni tiene que expresar todas. Como sabemos, el ejercicio y la expresión de la sexualidad están normados —limitados— por factores socioculturales, religiosos, legales, y varían según el conocimiento de sí, la experiencia, entre otros.
La defensa de los derechos sexuales que busca promover la WAS implica por tanto un re-conocimiento de la centralidad de la sexualidad en la vida humana y en las relaciones sociales, tema que todavía se evade como si fuera indecoroso. El silencio sobre la sexualidad se relaciona en México y otros países con el tabú sobre el cuerpo, configurado como fuente de pecado o suciedad en diversas religiones, y con la tendencia a reducir lo sexual a las relaciones sexuales, y peor, a la genitalidad. Desde esta perspectiva, defender el derecho a la expresión amorosa y afectiva para todas las personas invita a repensar nuestra relación social y personal con el cuerpo, los sentimientos y las emociones, con el ser humano.
En este contexto, señalar las violaciones a los derechos sexuales es imprescindible pero no puede hacerse de manera fragmentada como sucede en el discurso oficial, ni puede ser tema primordial cuando se trata de sexualidad, política pública y convivencia social. No basta, por ejemplo, con hablar del embarazo adolescente, cuando persiste la impunidad de transgresiones como la trata de personas, la venta de niñas, la pederastia, la violencia sexual, el acoso; cuando no se ha garantizado el acceso real a métodos anticonceptivos ni siquiera a la población adulta, y se sigue negando el aborto legal incluso a niñas violadas cuya salud física y mental se pone así en riesgo. No sorprende que la “estrategia” gubernamental (ENAPEA) sea un fracaso cuando ni siquiera se ha promovido una verdadera educación sexual integral en las escuelas ni se ha invertido en prevención de la violencia, en general.
Diversos estudios han demostrado que el silencio o las campañas de abstención sexual son contraproducentes, y que, en cambio, la educación sexual científica y laica, lejos de promover las relaciones sexuales tempranas, contribuye a aplazarlas, a evitar enfermedades de transmisión sexual y prácticas de riesgo. De ahí que la tibieza oficial y la resistencia de grupos conservadores contribuyan al problema.
Educar en sexualidad; sin embargo, va más allá de la prevención de enfermedades o embarazos no deseados. Implica también ayudar a conocer y entender el cuerpo, el erotismo y las emociones, valorar la diversidad de género y orientación sexual, reconocer los derechos sexuales de las personas con discapacidad o adultas mayores. Formar en el respeto al propio cuerpo, a las expresiones amorosas y afectivas diversas, contribuiría a prevenir la discriminación y la violencia y evitaría la violación continua del derecho humano a la salud. Ante este reto, el Estado, los medios y la sociedad tienen mucho por hacer.