Cuatro años es mucho tiempo: en ese espacio un país puede sentar las bases de su transformación hacia el desarrollo, pero también destruir lo acumulado a lo largo de décadas. La diferencia reside en la existencia de una estrategia política y económica idónea, así como del liderazgo capaz de conducirlo a buen puerto. Como afirmó Martin Luther King, “la obscuridad no puede remover la obscuridad; solo la luz puede lograrlo”. La pregunta es de dónde va a venir la luz.
El sexenio comenzó a tambor batiente con una larga lista de reformas y un mecanismo político -el llamado Pacto por México- para su aprobación. Lo que siguió muestra la naturaleza del problema: el atorón comenzó con la implementación de las reformas constitucionales, proceso por definición involucra la afectación de intereses particulares porque reformar inexorablemente entraña una modificación del statu quo: el gobierno optó por no hacerlo. Algunas reformas se congelaron, otras se diluyeron y otras más se renegociaron en la práctica. El resultado: muchos cambios pero poca probabilidad de lograr beneficios tangibles, además de que se ha creado una peligrosa propensión a destruir toda (la poca) institucionalidad previamente existente.
A lo largo de los meses, fue evidente que el criterio de implementación de las reformas nada tenía que ver con el éxito de las mismas, sino con la no afectación de intereses específicos. El caso de la reforma educativa es ilustrativo: todas y cada una de las secciones sindicales que se rebeló contra la reforma ha logrado una excepción. Lo mismo con el IPN. Es natural y hasta encomiable que el gobierno privilegie la paz y la estabilidad, otorgando concesiones circunstanciales. Sin embargo, las excepciones son útiles sólo si compran tiempo para luego forzar la implementación de la reforma requerida; de lo contrario se convierten en hechos políticos que anulan toda posibilidad de lograr el objetivo del propio gobierno. Cancelar la implementación de las reformas solo provoca una ola expansiva de peticionarios: ¿alguien recuerda la era de las concertacesiones?
Tocqueville describió a los procesos de reforma como el momento más peligroso para un gobierno: el gran riesgo que enfrenta el presidente Peña es haber alterado los cimientos del viejo orden constitucional sin tener nada que mostrar como resultado, minando grupos e intereses que sostienen a su partido sin haber construido una nueva coalición que lo sustente.
Para cuando ocurrió Iguala el gobierno ya estaba en problemas. Iguala tuvo el efecto de unificar a todos los que se sentían amenazados, afectados o agraviados, uniendo a tirios y troyanos, algunos por demás inocentes. La ausencia de respuesta gubernamental magnificó el suceso (que no pretendo minimizar pero es claro que tampoco es algo excepcional en un país que ha visto más de cien mil muertos en estos años) y cambió la ecuación política. Lo que no cambió fue la visión gubernamental, que se ha mantenido dogmáticamente en un script (y con un marco de referencia) hoy inviable e insostenible.
¿Qué sigue? Países con estructuras sólidas que no dependen de la destreza o estado de ánimo de personas en lo individual pueden navegar por mucho tiempo sin que nada pase, como ocurre con nuestro vecino del norte. Pero eso es imposible países como México donde la ausencia de instituciones le confiere tanto poder, pero también responsabilidad, al individuo a cargo. Puesto en términos llanos, no hay forma en que el país sobreviva sin contratiempos cuatro años a la deriva como hoy está. El gobierno tiene que actuar –actuar diferente- o enfrentará las acciones y estrategias de quienes siempre saben cómo explotar el río revuelto. La estrategia de no conflicto a cualquier precio está conduciendo a la anarquía.
La paradoja yace en que el gobierno actual tiene las características necesarias para encabezar una transformación política pero parece indispuesto a afectar intereses cercanos al propio presidente, así como la construcción de una alianza con los naturales beneficiarios, aunque la mayoría todavía no lo sepa: los ciudadanos.
Los reformadores exitosos han sido quienes privilegian sus reformas por encima de amistades. En su Elogio a la traición, Jeambar y Roucaute afirman que “Todos comprenden que es muy loable que un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni engaños. No obstante, la experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado en cumplir su palabra”. En esa tesitura se encuentra el presidente Peña: conducir el barco a un nuevo puerto o dejar que lo hunda la corrupción, los dueños de agendas de cambio no institucional o una economía que no crece.
La clave reside en reconocer que el país funciona cuando se satisfacen las necesidades más básicas de la población, comenzando por la esperanza de una vida mejor y la certeza de que las cosas no irán peor. La política económica seguida a la fecha contradice estos principios y pone en riesgo la viabilidad del país. Perón decía que el órgano más sensible del cuerpo es el bolsillo, dicho que se aplica igual al más modesto trabajador que al empresario más encumbrado. La incertidumbre que impera sólo se puede combatir con reglas creíbles y perdurables: conducción política clara y una economía que sí funciona.
Al presidente le urge revertir la ola destructiva en que se encuentra y sólo podrá hacerlo cambiando la jugada del todo. Hacer suya la construcción del Estado de Derecho sería un gran comienzo.