El mundo ha experimentado una convulsión tras otra en los últimos años. Con la caída del muro de Berlín desaparecieron los viejos mecanismos que (casi) forzaban la estabilidad, lo que llevó a que, en general, cada nación tuviera que desarrollar y mantener sus propias fuentes de estabilidad y adaptabilidad. La Primavera Árabe es un perfecto ejemplo por su muy diferenciado impacto: mientras que en Libia desapareció toda semblanza de orden y Siria vive días aciagos, Túnez logró una elección democrática, Egipto reconstruyó sus viejas formas y Líbano ha salido relativamente intacto. ¿Qué explica las diferencias y qué nos dice eso sobre el desorden que ha caracterizado a México en los últimos meses y años?
Un artículo y un libro arrojan luz sobre lo que permite o impide la adaptabilidad frente a procesos de alta volatilidad política, económica o social. En Resilient America, que se podría traducir como “Adaptable Estados Unidos”, Michael Nelson describe uno de esos annus horribilis: en 1968, explica Nelson, EUA padeció disturbios urbanos, levantamientos estudiantiles, la ofensiva del Tet en Vietnam (el principio del final de esa “aventura”), el asesinato de Martin Luther King y Robert Kennedy y la incautación del barco espía Pueblo por parte de Corea del Norte. “Nunca desde la Guerra Civil y la Gran Depresión, dice Nelson, el sistema político estadounidense había sido sometido a tanto stress como en 1968…” y, sin embargo, “el sistema sobrevivió prácticamente intacto”.
En México tuvimos uno de esos años en 1994 que acabó provocando cambios fundamentales en la estructura política, sembró las semillas de la crisis financiera más profunda que había experimentado el país hasta entonces y forzó la transformación del sistema electoral, eventualmente llevando a la alternancia en la presidencia. Aunque el costo en términos de legitimidad para el sistema fue enorme, se podría argumentar que el país sobrevivió la crisis porque encontró la forma de adaptarse. En esto, el contraste entre aquel momento y 2014 es patente: en esta ocasión, al menos hasta ahora, la capacidad de adaptación parece mermada si no es que inexistente.
Nassim Nicholas Taleb y Gregory F. Treverton ofrecen una perspectiva interesante en su artículo The Calm Before de Storm*, texto que afina y aterriza algunos de los conceptos que Taleb desarrolló en sus libros previos: El cisne negro y Anti-frágil. En este artículo los autores se enfocan hacia la forma en que un sistema político administra el desorden. Su argumento central es que algunos sistemas políticos tienen capacidad de soportar un enorme stress, en tanto que otros se colapsan ante las primeras tensiones. La solidez o fragilidad de un sistema depende de las estructuras institucionales de cada nación.
Nelson explica la capacidad de adaptación del sistema norteamericano en aquel momento tanto por sus estructuras institucionales (en un momento dice que “Madison gobierna a Estados Unidos”, queriendo decir que la división de poderes y la descentralización del poder garantiza la institucionalidad), como porque las fuerzas de discordia que tensaban al sistema no estaban alineadas, por lo que no tuvieron un efecto político coherente. Más importante, argumenta Nelson, el sistema incluye mecanismos de disensión que permiten que cualquier fuerza política se exprese a través de diversos canales perfectamente establecidos, coincidan o no con el gobierno del momento.
El argumento de Taleb y Treverton, más conceptual, es que la centralización del poder, que hace parecer a los gobiernos eficaces y eficientes, y por lo tanto estables, no es más que una ilusión porque magnifica los problemas cuando estos se presentan: cualquier situación anómala se traduce en un impacto directo sobre la estructura central. Es decir, la concentración del poder es desproporcionadamente dañina porque disminuye la responsabilidad de los poderes locales y eleva el riesgo de colapso sistémico. Ejemplificando con la URSS, afirman que los sistemas altamente centralizados son mucho más frágiles que los que distribuyen mejor el poder y la responsabilidad. Parecería que se refieren al México de hoy.
La lección parece evidente: México es un país extraordinariamente diverso en términos geográficos, étnicos, religiosos y regionales. Si bien tiene razón el Secretario de Hacienda cuando afirma que se requiere un plan de desarrollo para el sur del país distinto al que ha caracterizado al resto, la solución que el gobierno actual ha intentado –la concentración del poder y, por lo tanto, de la responsabilidad- no ha hecho sino exacerbar las tensiones. Esa exacerbación se ha traducido en un desproporcionado impacto sobre el gobierno federal, dejándolo paralizado. En lugar de hacerlo más eficaz, lo ha hecho más vulnerable, más propenso a ataques sistémicos y, por lo tanto, en mayor riesgo para la estabilidad general. En retrospectiva resulta que la descentralización caótica de la década anterior tuvo el efecto benigno de diversificar el riesgo sistémico.
Lo anterior no implica que esa sea una solución perdurable, pero sí sugiere que la crisis actual es producto en buena medida de haber proyectado las características del Estado de México –nula alternancia- al resto del país, una nación cada vez más diversa y compleja. México tendrá que desarrollar un modelo político que descentralice el poder y establezca líneas claras de responsabilidad, eso que en países serios se llama Estado de derecho.