¿En qué se parecen el tren rápido a Querétaro y el flamante Instituto Nacional Electoral? Lamentablemente, la semejanza es menos altruista de lo deseable. Hace unos meses, el Secretario de Comunicaciones fue al Congreso a defender el proyecto de tren rápido a Querétaro, pero tan pronto llegó a su oficina dio media vuelta y anunció que éste se suspendía. La orden le había llegado de arriba. Su jefe, en uso de sus facultades ejecutivas, decidió cancelar y el secretario, como subordinado que es, hizo caso omiso de la evidente contradicción para anunciar que el proyecto se cancelaba.
El caso del INE fue similar, excepto que el presidente no es, o supuestamente no es, su jefe. El asunto es el anuncio electoral del PAN en el cual se criticaba el viaje del presidente a Londres con un grupo de (supuestamente) 200 invitados. Independientemente de la veracidad del spot, tan pronto se hizo público, el PRI protestó; el INE realizó su evaluación y concluyó que el anuncio no violaba las reglas establecidas y rechazó la protesta, permitiendo que el anuncio continuara. Sin embargo, al día siguiente, el INE recibió una carta de la presidencia en que se solicitaba la prohibición del anuncio, a lo que el consejo del INE accedió, modificando su decisión anterior (luego revertida por el Tribunal). El problema es que, a diferencia del secretario de Comunicaciones, el INE es una entidad supuestamente autónoma. En esta decisión mostró los límites reales a su acción y renunció a su autonomía.
El tema no es nuevo. El IFE, antecesor del INE, había estado integrado por consejeros nombrados por un plazo de ocho años pero en dos ocasiones se modificó la ley, misma que alteró no sólo la legislación respectiva sino la composición del consejo, por lo que ninguno de aquellos consejeros duró los ocho años comprometidos. Cabe la pregunta: ¿se modificó la ley para remover a los consejeros? Como no hay forma de comprobar lo contrario, uno tiene que concluir que al menos la supuesta autonomía no fue un freno para removerlos. Es decir, la autonomía vale sólo mientras no se ejerce. En consecuencia, es de suponerse que el actual consejo del INE, al aceptar su subordinación al presidente, está actuando para preservar sus ocho años.
El mismo fenómeno se ha repetido en los órganos reguladores (telecomunicaciones y competencia), que también han sido modificados con frecuencia. Ahora hasta hay cuotas partidistas para la integración de la Suprema Corte de Justicia. El asunto sería risible si no fuera tan grave y preocupante.
La conformación de órganos autónomos fue una idea creativa para responder a la enorme crisis de credibilidad que ha azotado a la sociedad mexicana por décadas. El objetivo era crear “islas” de credibilidad sostenidas por individuos intachables que pudiesen “prestar” su credibilidad y honestidad a la sociedad, confiriéndole certidumbre de que al menos en el ámbito específico, podría haber confianza de que las cosas se harían bien. El primer caso que recuerdo fue el de la Comisión Nacional de Derechos Humanos que, con altibajos, ha satisfecho ese mandato de manera al menos decorosa. Aunque no cabe exactamente bajo el mismo rasero, el TLC fue concebido exactamente con la misma lógica: conferirle certidumbre a los inversionistas de que las reglas no cambiarían de manera caprichosa.
El IFE, en el asunto más conflictivo, supuestamente probó su relevancia en la elección del 2000, dado que el PRI fue derrotado y el IFE así pudo atestiguarlo sin disputas. En retrospectiva, parece evidente que aquel IFE logró la credibilidad que tuvo más porque el candidato del PRI, Francisco Labastida, y el entonces presidente Zedillo tuvieron la entereza de reconocer la elección que por la autonomía del consejo del IFE. Tan pronto un candidato posterior disputó la elección, la autonomía valió lo mismo que una sombrilla.
El fenómeno no es atribuible al gobierno, pues toda la clase política ha sido cómplice de lo mismo: son los partidos los que han creado cuotas partidistas para estos órganos y cuerpos colegiados; ellos mismos han desmantelado a las entidades autónomas cada que les ha parecido conveniente o expedito. También, en contubernio con diversas administraciones, han creado leyes absurdas y atrabiliarias que excluyen a la ciudadanía de la participación política, distancian a sus supuestos representantes de la población y le impiden a esta última a manifestarse libremente en asuntos que, en una democracia que se respeta, serían de su incumbencia.
El Pacto por México, que tan importante fue para el proceso de reformas, se fundamentó en la exclusión explícita de los órganos de representación de la ciudadanía. Es decir, ni siquiera hubo la pretensión de que las reformas fueron discutidas por los representantes quienes, a la vieja usanza del PRI, no hicieron más que alzar el dedo. Peor, el Pacto vino acompañado de una estructura de corrupción que involucró a todos los participantes, lo que explica en buena medida el enorme desprestigio del que hoy gozan todos los institutos partidistas. Si no fuera porque hay explicaciones para cada una de estas instancias, uno pensaría que todo el proyecto político de las últimas décadas ha consistido no sólo en lo obvio (cambiar para que todo siga igual), sino para engañar a la ciudadanía con la promesa de una democracia que jamás podría llegar.
Erica Jong, una escritora, escribió: “tomas tu vida en tus manos y ¿qué pasa? Una cosa terrible: no hay a quién culpar”. Así está nuestra clase política.