Hubo un tiempo en que había que preguntar a un extraño cuando nos perdíamos en un barrio desconocido. En el que había que consultar los horarios de tren o autobús en la estación. Y en el que llevábamos, un busca para recibir mensajes, reloj, cámara de fotos o un walkman para escuchar música. Era impensable un aparato que integrara todos estos artilugios.
Luego llegaron los teléfonos móviles, que empezaron a integrar estas funciones. Los dispositivos BlackBerry, por ejemplo, eran un auténtico símbolo de estatus entre los directivos. Pero cuantas más funciones tenían estos aparatos, más gruesos eran sus manuales de instrucciones.
La revolución llegó el 9 de enero de 2007. El CEO de Apple, Steve Jobs, presentó el iPhone en la muestra Macworld de San Francisco. Tenía una pantalla multi-táctil en la que sólo con un gesto se ampliaba la imagen. Era mucho más intuitivo y fácil de usar y redujo los cada vez más complejos teclados a uno de sólo un botón. Apple se convirtió en la compañía más valiosa del mundo. Y a la estela del iPhone las otras marcas fueron desarrollando modelos similares.
Cambios, no siempre para bien
En 2007 se vendieron 122 millones de smartphones en todo el mundo. En 2016, aproximadamente mil quinientos millones. El teléfono inteligente, sea de iPhone o de otra marca, es una parte integral de nuestra vida cotidiana. Y la ha cambiado hasta límites insospechados. Es lo primero que agarramos al despertarnos y lo último que soltamos al acostarnos. Lo consultamos doscientas veces al día.
Antes sería impensable también que en una reunión la mitad de los participantes leyeran en su teléfono sin que se considerara una grosería. Además, hace más difícil desconectar del trabajo y nos hace estar siempre disponible. En verano vimos también, con la caza de Pokémon Go, algunas escenas de hasta dónde podía llevarnos la persecución de estas quimeras a través del teléfono móvil.
Analizables
Y con todo lo que hacemos en nuestro teléfono, con las aplicaciones que usamos, dejamos un enorme rastro de datos. Nos hemos convertido en eso, los algoritmos comienzan incluso a imaginar nuestras intenciones futuras. ¡Bienvenidos a '1984', la novela de George Orwell!
Nos hemos sometido a unos aparatitos que nos proporcionan servicios que nadie quiere perderse. Nos conectan con quienes están lejos. Pero a un alto precio. Ya no podemos vivir sin teléfono inteligente. Si alguien no está disponible al minuto, nos angustiamos. Empezamos a oír términos como "nomophobia" o "iDisorder". Algunos incluso llegan a sentir una vibración fantasma.
Nos aferramos al aparato, aunque no nos sienta bien. Aparecen dolencias relacionadas con el estrés, como presión arterial alta, transtornos del sueño, agotamiento, depresión… ya en el siglo XVI Paracelso sabía que "sólo la dosis hace que algo no sea un veneno".
Fuimos sorprendidos por la introducción del iPhone como por la de cualquier invento revolucionario. Las generaciones futuras se burlarán como lo hacemos nosotros de los primeros conductores que gritaban "so" a sus autos para que se detuvieran, como se haría a un caballo. Haríamos bien en prepararnos mejor para el futuro digital. Y, para no pasar de dueños a esclavos de estos pequeños ayudantes que llevamos en el bolsillo, deberíamos desconectarlos de vez en cuando.