La propuesta parecía infalible: retornar al orden y al crecimiento. Luego de años de desorden, criminalidad y una economía que no parecía levantarse, se prometía un gobierno eficaz. Muchos mordieron el anzuelo, suficientes para darle una nueva oportunidad al viejo partido político que, en una de esas jugarretas lingüísticas, presentaba como nuevo algo de un pasado lejano que pretendía recrear. La premisa del nuevo gobierno, como tantos otros que le precedieron, el de Fox por encima de todos, fue que los anteriores eran una bola de ineptos que no entendían nada. Ellos encarnaban la verdad y la capacidad para hacerla valer.
El problema no radica en la noción misma de recrear una era mejor sino la pretensión de que eso es posible. El pasado desapareció porque resultó insostenible: porque fue rebasado por la realidad. El gobierno de Echeverría rompió con casi cuatro décadas de una línea de gobierno –el llamado desarrollo estabilizador- porque éste había dejado de arrojar tasas elevadas de crecimiento. Ciertamente se requería un cambio, pero su respuesta no fue la idónea porque inició la era de crisis que atosigó a la economía mexicana por un cuarto de siglo. Las reformas finalmente comenzaron en los ochenta, en circunstancias muy difíciles por la hiperinflación en que estuvimos a punto de caer. De haberse iniciado el camino liberalizador a partir de 1970, el proceso hubiera sido gradual y sin aspavientos.
Los gobiernos de los ochenta y noventa fueron aprendiendo, casi siempre a regañadientes, que el mundo estaba cambiando y que sólo adaptándose a las nuevas realidades sería posible reencauzar el barco mexicano. La era postrevolucionaria se había caracterizado por un férreo control gubernamental-partidista sobre la actividad política y económica, pero también sobre la criminalidad. En cada ámbito, el binomio gobierno-PRI dominaba y lo administraba para su propio beneficio.
Tres ejemplos ilustran el cambio que se dio y que es irreversible, independientemente de las preferencias gubernamentales. En primer lugar, ningún gobierno puede controlar lo que ocurre en una economía abierta. El control de la economía en el pasado se sustentaba en la autarquía: nada pasaba sin autorización burocrática que, además, era una interminable fuente de corrupción. Una economía abierta gira en torno al consumidor, al que tiene que atender el empresario pues enfrenta competencia vía importaciones. Mientras que antes el gobierno asignaba recursos, protegía a sus favoritos y determinaba el éxito o fracaso de las empresas, es decir, mandaba, el de hoy tiene que abocarse a explicar y convencer.
Segundo, una de las características del pasado era el control de la información: el gobierno casi monopolizaba ese recurso fundamental, que empleaba para ejercer control pleno. Hoy un niño tiene más información a su alcance que toda la que tenía el gobierno de antaño. El mundo de hoy gira en torno a la ubicuidad de la información, lo que implica que tenemos que apegarnos a reglas globales que exhiben la corrupción. No es casualidad que el gobierno actual haya interpuesto un conjunto de reglas que limitan la apertura en ciertos sectores y actividades. A pesar de la intención, se trata de un vano intento por controlar algo que ya nadie puede controlar, en México o en cualquier otro lugar.
Un tercer ejemplo es el del manejo de la información, sobre todo en lo que respecta a la relación gobierno-prensa. En el pasado, el gobierno podía pretender que lo que informaba afuera no se filtraba adentro o que su impacto sería menor. En esa era había burócratas en el aeropuerto que censuraban los periódicos importados cuando aparecía una nota crítica del gobierno. Hoy tal pretensión es imposible y, sin embargo, el gobierno actual ha intentado enviar mensajes diferenciados afuera y adentro: al Financial Times le declara que existe una crisis de confianza pero hacia adentro ratifica que no habrá cambio alguno en su actuar, a pesar de que es esto lo que ha traído esa crisis de confianza. Quizá la principal diferencia entre los gobiernos de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas residió en que el primero tuvo que confrontar estas nuevas realidades pero fue el segundo el que las asumió como una realidad ineludible. Ese gobierno nunca hubiera negado la existencia de tortura, aunque hiciera poco al respecto. Nadie en este mundo puede echar para atrás el reloj de la apertura o la ubiquidad de la información. Si el gobierno quiere retomar el liderazgo tendrá que asumirla.
Quizá el mayor error del “viejo” PRI fue el de desdeñar a la sociedad. Fox ganó en 2000 en buena medida porque capturó la frustración de ciudadanía. El PRI siguió, y sigue, operando bajo la premisa de que la sociedad es irrelevante y ahora se enfrenta con una sociedad desesperanzada que aceptó el intercambio de eficacia por corrupción sólo para encontrarse nada de lo primero y todo de lo segundo y, para colmo, sin dinero en el bolsillo. El PRI no sólo desconoce que su actuar genera furia sino que se ha convertido en el equipo de campaña de López Obrador.
El desdén por el sentir ciudadano del conjunto de la clase política va a acabar siendo muy costoso porque aunque la penetración de las redes sociales no es universal, es infinitamente más amplia de lo que el gobierno reconoce. Tarde o temprano, se revertirá en su contra esa noción de que es posible gobernar (es un decir) de manera vertical sin atender el reclamo social. El gobierno y la mayor parte de los políticos viven en una era que ya no es.