Imagínese que le han regalado conocer el momento preciso de su muerte. ¿Lo consideraría un privilegio? No estoy muy seguro. No parece muy grato hacer un conteo regresivo de días, horas, minutos y segundos sobre cuánto tiempo de vida le queda. Es como morir lentamente, de a pedacitos.
Posiblemente la pregunta más recurrente que se le vendría a la cabeza sería: “¿Cómo seré recordado?”. Ante la imposibilidad de la inmortalidad física aspiramos a la inmortalidad del recuerdo. Queremos trascender como buenas personas, buenos padres o hijos, buenos profesionales. Ojalá lleguemos a ser recordados como un famoso deportista, un premio Nobel o un héroe nacional. Es instintivo. Queremos dejar un legado.
Pero se imagina si en esa cuenta regresiva, además de saber que va a morir, sabe que será recordado como una persona infame, como un delincuente, como un asesino y violador de niños.
¿Qué debe sentir un condenado a pena de muerte? Es ser castigado más allá de morir. Le impone una inmortalidad perversa. Es la tortura de saber que será recordado como un desgraciado.
Pero puede ser aun peor. Imagínese, durante esa cuenta regresiva, saberse inocente.
Esa es probablemente la historia de Jorge Villanueva, más conocido como el ‘Monstruo de Armendáriz’. El 12 de diciembre próximo se cumplen 60 años de su fusilamiento.
Hace unos días, en una entrevista, el presidente del Poder Judicial, el doctor Duberlí Rodríguez, declaró sobre la posibilidad de rehabilitar a Jorge Villanueva, de declarar su inocencia. Ya que no se puede corregir el error judicial, al menos se puede corregir el error moral de haberle cambiado a Villanueva el nombre por el de ‘Monstruo de Armendáriz’.
Hace unas semanas participé en la puesta en escena de “El Monstruo de Armendáriz”, obra de teatro producida por la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Para el montaje hubo que investigar el caso. Siempre había escuchado que se trataba de una condena injusta, pero nunca me imaginé que lo era tanto.
Jorge Villanueva, un afroperuano con antecedentes penales en delitos menores, es acusado de violar y luego asesinar a Julio Zavala, un niño barranquino de 3 años. La única prueba en su contra: la declaración de Ulderico Salazar, un vendedor de melcochas que juró haber visto al niño de la mano de Villanueva justo antes de su muerte. La evidencia física: una moneda de 20 centavos que según Salazar le fue entregada por Villanueva para comprarle un turrón. El testigo se contradijo 30 veces durante el juicio.
Villanueva, luego de días de interrogatorio policial, confiesa pero después se retracta. Señala que fue forzado por la policía.
Su abogado (Carlos Enrique Melgar) consigue que se le retiren los cargos de violación pues no había evidencia de la misma en la autopsia. Pero no importó. Hasta hoy la mayoría cree que el ‘Monstruo de Armendáriz’ fue un violador de niños. Pero solo fue condenado por asesinato. Su infame inmortalidad fue más allá de su responsabilidad penal. Villanueva fue fusilado.
Casi 50 años después de su fusilamiento, el médico forense Víctor Maúrtua revisa la autopsia. Concluye que la condena a Villanueva “se basó en una prueba médico-legal manipulada dirigida a encubrir la incapacidad de los funcionarios”. Su análisis concluyó que las heridas de la víctima no eran consistentes con un asesinato a golpes, sino que el niño fue muy probablemente atropellado por un automóvil. El responsable posiblemente dejó el cadáver en la quebrada de Armendáriz y huyó.
Antes de morir, Villanueva confió a su abogado un mensaje dirigido a su hijo, también llamado Jorge: “Dígale que no se avergüence de mí y que el tiempo esclarecerá todo”. Luego de la ejecución de Villanueva, Ulderico Salazar, el testigo clave que condenó a un hombre al fusilamiento con una moneda de 20 centavos, dijo a la prensa: “Espero que la sociedad me dé un trabajo estable para mantener a mis tres hijos en reconocimiento de mi labor cívica”.
Han pasado 60 años y aún el tiempo mantiene la vida (y la muerte) de Villanueva en la oscuridad. Ojalá que lo dicho por el presidente del Poder Judicial no quede en un simple dicho.
Mientras tanto, la memoria de Villanueva espera su rehabilitación. No le podemos devolver la vida. Pero podemos devolverle dignidad a su recuerdo. Y podemos convertirlo en un símbolo de por qué la pena de muerte nunca debe regresar.
*Esta columna fue publicada con anterioridad por el centro de estudios públicos ElCato.org.