El libro de Thomas Piketty, Capital, ha causado sensación por la simple razón de que toca un tema preocupante: la desigualdad. Su argumento central es que el capital crece mucho más rápido que el producto del trabajo, es decir: el dinero se reproduce con celeridad y quienes lo tienen lo multiplican sin cesar. Lo que Picketty no distingue es la creación del capital de la acumulación del mismo. Ahí yace una lección clave para nosotros.
En términos conceptuales, el argumento de Piketty es impecable porque muestra cómo, a lo largo de la historia, el dinero tiende a reproducirse. Su análisis abarca un periodo tan largo, de trescientos años, que le permite distinguir entre las excepciones y las tendencias de largo plazo. Sin embargo, su argumento se refiere, en el fondo, a los rentistas: personas que heredan capitales acumulados por otros y que son ricos o ricas por virtud de herencia y no de trabajo.
En el corazón del debate que ha desatado la publicación de este libro yace una interrogante crucial: el capital, entendido éste como la acumulación de ahorros pasados, ¿se multiplica inexorablemente? o ¿se recrea en cada generación? O sea, se trata de un debate entre si la riqueza se crea o si ésta es producto de herencia. Picketty no hace esta distinción y enfoca, partiendo del principio de que los ricos son todos producto de herencia, razón por la cual propone un impuesto para atenuar la desigualdad resultante. La forma en que uno entienda y defina estos asuntos –sobre todo herencia o creación- determina si es necesaria algún tipo de acción correctiva.
Para Picketty “el retorno del capital con frecuencia combina elementos de creatividad empresarial, suerte y robo descarado”. En una conferencia afirmó que la heredera de la fortuna de L’Oréal, “que nunca ha trabajado un día en su vida” vio crecer su fortuna tan rápido como la de Bill Gates.
En este punto es donde Deidre McCkloskey, historiadora económica y autora de tres volúmenes sobre el origen de la riqueza en el mundo occidental, aporta una perspectiva invaluable. Para McCloskey el gran salto en el ingreso en Europa en los últimos siglos provino no tanto del ahorro sino de la legitimidad –la palabra que emplea (y título de uno de sus libros) es la “dignidad”- de la burguesía: en la medida en que los burgueses (hoy empresarios) y su función social adquirió reconocimiento público, comenzaron a proliferar los valores de la acumulación capitalista y la innovación. Su argumento central es que la creación de riqueza es producto de la innovación y que ésta depende de que los valores predominantes en una sociedad favorezcan y premien a los innovadores.
Llevado a nuestra era, lo que McCloskey dice es que innovadores como Steve Jobs y Bill Gates no hicieron sus fortunas gracias a la inversión de capital o al interés compuesto que produce su acumulación sino a su propiedad intelectual. O sea, inventaron algo nuevo que antes no existía. En este sentido, McCloskey representa una visión alternativa a Piketty. Lo interesante es que, en realidad, no dicen cosas muy distintas; donde contrastan es en que Picketty es absolutamente dogmático respecto a la riqueza (toda es igual, toda es mala), en tanto que McCloskey diferencia tajantemente entre la que es producto de la innovación de la que resulta de herencia. Para ella la distinción entre dinero heredado y dinero creado es obvia.
Para McCloskey la creación empresarial de riqueza es lo único relevante y es lo que ella considera el reto medular de los gobiernos que se proponen impulsar el desarrollo de sus países. Aunque reconoce que siempre coexisten fortunas heredadas con fortunas creadas, producto de la innovación, su observación histórica es que lo que eleva la riqueza general de una sociedad no son los impuestos y la labor redistributiva del gobierno sino el contexto en el que actúan los empresarios.
Un entorno que legitima la creación de riqueza y “dignifica” la labor de los empresarios tiende a sedimentar la plataforma dentro de la cual una sociedad puede prosperar. En sentido contrario, la ausencia de reconocimiento social de la actividad empresarial conlleva poca innovación y, por lo tanto, poco crecimiento económico.
Llevados estos argumentos contrastantes a México, encontramos dos circunstancias ilustrativas: por un lado, proliferan los ejemplos de riqueza acumulada, condición que ha llevado a que muchos justifiquen la receta de Picketty de gravar el capital. La otra circunstancia, mucho más trascendente, es que el entorno socio-político no sólo no legitima la creación de riqueza sino que la penaliza. De alguna manera, ambas circunstancias se retroalimentan creando tanto desigualdad como poco crecimiento económico.
Para Piketty la solución sería obvia: gravar el capital y redistribuirlo en la forma de gasto público. McCloskey afirma lo contrario: imponerle impuestos gravosos a los potenciales Steve Jobs o Bill Gates no haría sino impedir la constitución de empresas exitosas como Apple y Microsoft. En consecuencia, para ella es preferible dejar que los herederos que no trabajan sigan acumulando a impedir que se cree nueva riqueza.
La pregunta para nosotros es cómo crear un entorno propicio para la creación de riqueza producto de la innovación. Claramente, ese no ha sido el tenor de la estrategia histórica de desarrollo en México y ahí se originan, desde mi perspectiva, buena parte de los rezagos sociales que nos caracterizan. Capaz que también ahí se requiere mucha innovación y un gran liderazgo.