La denuncia de supuestos actos de corrupción se ha convertido en un deporte nacional. No hay día en que las redes sociales dejen pasar fotografías de un funcionario subiéndose a un helicóptero gubernamental o que la esposa de un político sea fotografiada entrando a una tienda en Los Ángeles. El fenómeno atraviesa el espectro político, pero la mirada está fijamente puesta en el gobierno federal. Las fallas de la izquierda aparecen como menores en la lógica de los denunciantes. ¿Se trata de un exceso o meramente de un acto patriótico y, por lo tanto, democrático?
Establezco mi perspectiva de entrada: por un lado, todo mundo tiene absoluto derecho a expresarse libremente: la libertad está por encima de cualquier discusión. Por otro lado, es evidente que en el país existe una enorme propensión al abuso, la corrupción y el exceso. La libertad es un instrumento extraordinario en manos de una ciudadanía comprometida para exhibir y combatir el abuso, el exceso y la corrupción y nadie puede objetar ese principio fundamental.
Pero una definición tan amplia de la libertad no es igualmente libre, valga la redundancia, cuando las redes sociales se utilizan como estrategia concertada, como un instrumento de ataque, difamación y odio ilimitado. No propongo límite alguno a la libertad, pero tampoco es posible pretender que una acción concertada es producto de decisiones libres de individuos actuando por sí mismos.
¿En este contexto, tiene derecho una persona –funcionario o familiar- a ir de compras a donde le venga en gana? ¿Ese hecho constituye, por sí mismo, un acto de corrupción? Desde luego, no es lo mismo el uso de medios o activos propiedad del gobierno para fines personales o privados, que la libertad de cada individuo de hacer lo que le plazca con su patrimonio y su vida. Si la esposa del presidente quiere ir de compras con su propio dinero, ¿desde cuándo es ese un asunto que nos concierna al resto de los mexicanos?
En el pervertido circo político-mediático que vivimos se han amalgamado dos asuntos que no son iguales: en primer lugar se encuentra la libertad de cada persona, desde el presidente y su familia y allegados -funcionarios o no-, hasta el más modesto de los mexicanos, a hacer lo que sea su preferencia con su vida y dinero. Pretender que unos cuantos opinadores o "twiteros" tienen el monopolio de la verdad y el derecho a decidir, sin responsabilidad alguna, qué es legítimo y qué no, no es solo arbitrario sino potencialmente letal. Ninguna sociedad puede sobrevivir si no se respeta la vida privada de sus gobernantes.
Lo anterior no implica que sea igualmente legítimo el uso de recursos públicos para fines personales. En los casos en que la ley sanciona un determinado comportamiento, ésta debe aplicase sin miramiento, pues la alternativa sería aceptar y reconocer un rasero distinto para los políticos respecto a los comunes mortales. Pero, de igual manera, donde la ley no tipifica una situación de potencial corrupción o cuando se trata de un caso de la vida privada de un funcionario o su familia, no es suficiente la pretensión, por sí misma, de que se trata de un delito: eso lo debe decidir un juez. En las últimas semanas y meses se han confundido los dos asuntos a un grado tal que se amenaza la viabilidad política del país como sociedad organizada.
El problema es que esto último no es producto de la casualidad. Mucho de lo que acontece en el país de manera cotidiana responde mucho más a las querellas y causas de personas y grupos dedicados a la denuncia como instrumento político. Al mismo tiempo, mucho de esto ha ocurrido y, de hecho, ha sido posible, porque el gobierno ha dejado un inmenso vacío: es el gobierno el que ha creado el caldo de cultivo para la desconfianza que abruma al país. Cuando en una sociedad caracterizada por instituciones débiles el gobierno se descuida, rápido se convierte en la fuente de todo mal y corrupción.
A falta de acción gubernamental, uno tiene que remitirse a lo que existe, y eso es un vacío que ha sido llenado por grupos, intereses y actores, algunos organizados y otros no, muchos de ellos con agendas obvias. En ausencia del gobierno, la agenda la determina el colectivo público que, en un país con instituciones tan disfuncionales y manipulables, entraña el riesgo de descarrilarse. Que es precisamente lo que ha estado ocurriendo.
La defensa gubernamental, expresada en una entrevista en El País en diciembre pasado, es francamente patética: "no vamos a sustituir las reformas por actos teatrales con gran impacto, no nos interesa crear ciclos mediáticos de éxito de 72 horas. Vamos a tener paciencia en este ciclo nuevo de reformas. No vamos a ceder aunque la plaza pública pida sangre y espectáculo ni a saciar el gusto de los articulistas. Serán las instituciones las que nos saquen de la crisis, no las bravuconadas". El país no reclama bravuconadas sino liderazgo, claridad de miras y certidumbre. Tampoco se trata de actos teatrales sino de, simplemente, alguien a cargo, eso que comúnmente se llama "gobernar".
"Arde Troya" habría dicho Homero, pero el gobierno actual parece indiferente. Un país como EE.UU. podrá navegar "de muertito", pero México no goza de ese privilegio porque la certidumbre depende enteramente del gobernante en turno. En tanto el presidente no asuma ese liderazgo, el país continuará a la deriva y el costo, como ocurrió en la llamada "docena trágica", lo acabará pagando el país y el gobierno actual. A nadie le conviene tal desenlace.