Hay dos hechos indiscutibles en los resultados de los comicios del domingo pasado: por un lado, el partido del gobierno logró mantener su posición en el congreso, lo que constituye un triunfo bajo cualquier rasero. Por otro, hay amplia evidencia de una profunda desazón social a todos niveles (76% desaprueba al gobierno, BGC), capitalizada por “el Bronco” a todo color. Parecerían circunstancias incompatibles y contradictorias, pero no lo son. La combinación es un fiel reflejo de la intrincada realidad que vive el país. La gran pregunta es qué hará el gobierno con su victoria: ¿persistirá en su pretensión de que ya reformó al país y todo lo que hay que hacer es esperar a que el árbol dé frutos por sí mismo? o ¿convertirá el resultado electoral en la oportunidad de construir una capacidad de gobierno que efectivamente haga posible que sus reformas rindan frutos? Aunque parezcan similares, son proyectos radicalmente distintos.
No es difícil describir lo que ocurrió la semana pasada. Por el lado estrictamente electoral, las elecciones intermedias, aunque cada una es única, son siempre elecciones de maquinaria y por eso el PRI goza de una enorme ventaja. Esa maquinaria fue la que le hizo perder más de cien escaños al PAN en 2009, por lo que no sorprende que haya tenido el efecto contrario en esta ocasión. También es importante anotar que esa maquinaria fue asistida, de manera perversa, por los anulistas, cuya acción tuvo el efecto de alterar el denominador y regalarle plurinominales al PRI. Paradojas que da la vida: nadie sabe para quién trabaja.
Por el lado del hartazgo, las causas son muchas y múltiples, algunas objetivas y otras psicológicas, pero todas cuentan y, más importante, se suman. Para unos el flagelo es la inseguridad, para otros los impuestos. Para otros más la flagrante corrupción. Para todos, la parálisis gubernamental ha sido pasmosa y su coronación fue la decisión de suspender la reforma educativa: evidencia clara de un gobierno que no funciona. Nuevo León resumió la dinámica que vive el país porque ahí un candidato hizo suyo el hartazgo como plataforma de campaña, teniendo al gobernador saliente como perfecto ejemplo de lo que la población repudia.
El problema no es nuevo y no es culpa de la actual administración. Félix Cortés argumentaba que por décadas la gente votó por Cantinflas como un medio para expresar enojo y repudio, mensaje que los políticos nunca entendieron o atendieron. Es decir, el problema es viejo pero se va acumulando y tiende a crecer en la medida en que se aceleran las expectativas y éstas se multiplican por la comunicación instantánea que permiten los teléfonos y las redes sociales. En contraste con España, donde existen, o son posibles, mecanismos institucionales alternativos para canalizar el hartazgo, en México ese camino es virtualmente imposible, lo que se torna en una amenaza soterrada a la estabilidad.
Es por esto último que resulta trascendental lo que decida hacer el gobierno con su triunfo. Dada su historia a la fecha, sobre todo de los últimos meses, es de esperarse que se declare victorioso y cierre la puerta. Desde su perspectiva, es fácil argumentar que los protestantes, igual las CETEG que la CNTE, son meros revoltosos que ya fueron reprobados en las urnas; que los empresarios que se sienten atosigados por interminables requerimientos y por la ausencia de un entorno que genere confianza, son unos exagerados, acostumbrados a evadir el fisco en lugar de dedicarse a trabajar; y que los opinadores son una punta de vividores en sus torres de marfil.
Independientemente de que en algunos casos el gobierno tuviera razón, la salida fácil es ignorar a todos. Sin embargo, eso no le ayudaría a concluir el sexenio en paz. En este contexto, no deja de ser particularmente irónico, y revelador, el planteamiento que hizo el secretario de Hacienda en la OECD: que hay antecedentes históricos para la desconfianza y que ésta se prolongue por décadas. Cierto sin duda, pero, aunque se refería a Grecia, es interesante para un gobierno que se ha dedicado a gastar, incrementar el déficit y la deuda, reproducciones casi perfectas de los factores que causaron las crisis de los 70 a los 90.
Más allá de las razones del resultado electoral, la realidad del país sigue siendo la misma: una aparentemente incontenible subversión en el sur; una población sin futuro por la falta de un sistema educativo compatible con el mundo de la globalización; una economía estructuralmente incapaz de producir altas tasas de crecimiento; una sociedad atosigada por la inseguridad y sin proyecto de mejora dada la ausencia de una estrategia creíble de seguridad fundamentada en el desarrollo policial y del poder judicial a todos los niveles de gobierno; un sistema de gobierno caduco y disfuncional que no gobierna, no satisface los requisitos mínimos de desempeño y no crea condiciones para que la sociedad pueda vivir en paz y prosperar.
La elección creó una nueva disyuntiva: lo hacen los políticos institucionalizados o lo hacen los independientes. No es asunto menor y el reto es monumental.
Nadie puede disputar el resultado electoral, pero persiste el dilema: victoria ¿para qué? ¿Para seguir negándole a la población la oportunidad de prosperar? o ¿para hacer valer las reformas y crear una nueva plataforma con vista hacia el futuro? Lo primero garantizaría que el 2018 sea de los revoltosos, cualquiera que sea el color de su camisa. Lo segundo le ofrecería una oportunidad de esperanza a todos.