Por Liliana Martínez Lomelí para El Economista.
Todos estamos enterados de las altas prevalencias de obesidad que se registran en el país -México-. Un punto importante de reflexión es la clasificación de la obesidad.
La Organización Mundial de la Salud (OMS)define a la obesidad y al sobrepeso, dentro de una definición que engloba a ambas, como “una acumulación anormal o excesiva de grasa que puede ser perjudicial para la salud. Una forma simple de medir la obesidad es el Índice de Masa Corporal (IMC) que es el peso de una persona en kilogramos dividido por el cuadrado de la talla en metros”. A partir de esta definición podemos establecer diferentes reflexiones. Vayamos por partes.
Aunque estamos habituados a tomar las clasificaciones medicalizadas sobre la obesidad, recordemos que las clasificaciones de obesidad profanas también existen; es decir, aquellas que comparte un círculo de personas que no necesariamente están fundamentadas en criterios epidemiológicos como los de la OMS. En estas clasificaciones, entran todas aquellas percepciones de delgadez o corpulencia movilizadas en medios, en la calle o en la percepción corporal que comparte una cultura y que no sólo se basan en el criterio médico. Lo curioso de estas percepciones es que además de ser socialmente compartidas, es que no necesariamente coinciden con el criterio establecido por la OMS. Dentro de todas estas clasificaciones, en un estudio realizado en México y Chile, la doctora Claudia Giacoman encontró que las clasificaciones y percepciones de la corpulencia no necesariamente concuerdan con las clasificaciones médicas. Expresiones como: “estoy rellenito”, “soy de hueso ancho”, “mi complexión es grande”, forman parte de esta clasificación. No se trata de juzgar este tipo de expresiones, sino precisamente de tomarlas en cuenta para comprender la dimensión del problema. La denominación de normalidad resulta un término que propone problemas, puesto que es parte de la condición humana querer ser clasificado como “normal” y no como “anormal” o fuera de la norma. Pero la norma social está en ocasiones, disociada de la norma médica. Todo esto cambia según la época de la historia y de sociedad en sociedad. Y también se complejiza porque en ocasiones las dimensiones de salud se traslapan o confunden con las dimensiones estéticas.
Luego viene el conflicto al interior de la clasificación misma del IMC. Aunque muchos crean que su uso nació en los 80 como una herramienta epidemiológica, la realidad es que el IMC nació en otras condiciones sociohistóricas. El IMC es también conocido como índice de Quetelet, un matemático belga que en la época donde reinaba el positivismo en las ciencias sociales, es decir, cuando se quería comprobar cualquier hallazgo social con las matemáticas y la estadística, desarrolló un índice que permitiera encontrar las proporciones armónicas del hombre, también tratando de cubrir el afán científico de la época por definir al hombre ideal. Casi un siglo después, este índice sería retomado por una compañía de seguros estadounidense, para medir el riesgo de sus asegurados según su peso y establecer el valor de las pólizas. En los 80, el índice fue retomado y validado, pues se descubrió que resultaba una herramienta más o menos precisa que se relacionaba con el exceso de grasa, pero en usos poblacionales. La mejor manera de diagnosticar el exceso de grasa a nivel individual es ayudándose de otras mediciones que ayudan a determinar si efectivamente la persona tiene sobrepeso obesidad o simplemente, tiene musculatura hiperdesarrollada.
¿Qué nos indica todo esto? Que el afán humano clasificatorio siempre tendrá una tentación por tratar de normalizar —o en su caso, de anormalizar todo— independientemente de las diferencias interindividuales. El mantener un estilo de vida saludable nos aleja de obsesionarnos con el peso y ocuparnos más por nuestro desarrollo a través de la actividad física y de disfrutar lo que comemos.