Si bien en muchos aspectos las condiciones de vida para las mujeres iraníes son un poco menos represivas que en Arabia Saudita, en buena medida porque su índice de participación en el mercado laboral es mayor, su situación sigue siendo, ridículamente, precaria. La vestimenta obligatoria, el tabú de tratar con varones que estén fuera de su círculo familiar, los matrimonios arreglados y la prohibición de su canto en público por ser sus voces expresión de una pecaminosa seducción que rompe con su obligado recato, son algunos de los rasgos característicos de la conducta impuesta por la legislación de la República Islámica. La Sharia, conjunto de leyes emanadas de la interpretación del Corán, constituye el cuerpo legitimador de esas prácticas, dotándolas así de una sacralidad que en la vida cotidiana opera como un blindaje formidable contra cualquier intento de disidencia.
De ahí que los avances en cuanto a igualdad de género sean tan lentos y tan difíciles. Porque si se asume que es la voluntad divina la que prescribe esas limitaciones, la resistencia frente a ellas se derrumba ante el peso que adquiere su justificación. Lo cual no quiere decir que los brotes de rebeldía hayan sido inexistentes.
Hay en la contabilidad de los avances feministas algunas victorias reflejadas, sobre todo, en una mayor laxitud en cuanto a la vigilancia de la Policía de la Virtud, instaurada como brazo sancionador de las faltas a la moral que rige desde 1979 cuando se derrocó al régimen del Sha y se instauró la República Islámica.
Cabe recordar cómo en aquel entonces se determinó borrarle a las caras de los maniquíes de los aparadores que exhibían prendas femeninas, los rasgos faciales, medida que simbolizó la obsesión del nuevo régimen por arrebatarles a las mujeres la voz y la mirada, lanzándolas a un anonimato que anulaba su identidad y su calidad de sujetos libres y autónomos.
En la actualidad, un ámbito de rebeldía, quizá trivial, pero, enormemente, significativo, es el de los estadios de futbol. Muchas mujeres son aficionadas a ese deporte y padecen la imposibilidad impuesta por el sistema de asistir a presenciar los partidos.
Ya desde 2005 lanzaron ellas una campaña llamada “de las bufandas blancas”, que protestaba contra la decisión oficial de sí permitir la entrada de mujeres no iraníes al estadio Azadi, mientras que a las iraníes se les detenía. Incluso enviaron una protesta a la FIFA por lo que denunciaban como discriminación de género. Todo ello sin resultado. Y desde entonces apareció la artimaña de, ni más ni menos, disfrazarse de hombres para acceder a los estadios. Pelucas, prendas masculinas, bigotes y barbas postizas fueron, y siguen siendo, la peligrosa solución para
poder disfrutar de un espectáculo que para muchas mujeres es apasionante.
Fue así como en 2006 el aclamado director de cine iraní, Jafar Panahi, filmó su película Offside, que presentaba la historia real de seis aficionadas iraníes que recurrieron a esa simulación para cumplir su sueño de presenciar en vivo un encuentro.
El film, que no ha sido permitido en Irán, muestra cómo sólo una de ellas lo logró, describiendo su vivencia de forma por demás entrañable: “Cuando vi el campo verde, lo recorrí con la mirada y estuve a punto de estallar en lágrimas… en verdad era una experiencia diferente, pero el hecho de que tenías que cambiar tu identidad y no eras tú misma, y estuvieras, además, temerosa de ser descubierta, disminuyó mucho la alegría de ver un encuentro de soccer en el estadio”.
Perturbador es, sin duda, que esta anécdota, a pesar de su aparente banalidad, revele con tanto realismo, el drama colectivo que vive, cotidianamente, la mitad de la población del país persa, la de las mujeres.
*Esta columna fue publica originalmente en Excélsior.com.mx.