“Político ladrón, su lugar es la prisión”; “El pueblo despertó”; ”Queremos un nuevo Brasil…” Consignas como éstas se ven a diario en los carteles de las manifestaciones que, con distintos énfasis y diversos grados de acogida popular, se vienen sucediendo en Brasil desde el 6 de junio pasado. Lo que comenzó como una revuelta por una tímida alza del transporte público en Sao Paulo, del 7 por ciento, ha derivado en un cuestionamiento general al sistema político del que no se salva ningún poder del Estado.
En cuestión de horas, y convocadas a través de las redes sociales, grandes masas se están volcando a la calle en las principales ciudades brasileñas con reclamos de toda índole que expresan un malestar soterrado que ha aflorado en medio de la Copa Confederaciones de fútbol, y promete no menguar con el Mundial del año próximo y los Juegos Olímpicos de 2016.
Las faraónicas obras emprendidas en materia de infraestructura deportiva contrastan con los retrasos de esa misma infraestructura en lo que se refiere a salud, educación y transporte. Y la explosiva mezcla alimenta el descontento de muchos que sorprende a una clase política que no atina a dar respuestas frente a esta súbita irrupción de demandas ocultas que sale a la luz pública por medio de una eclosión inesperada.
El martes pasado, el ministro secretario general de la Presidencia, Gilberto Carvalho, en un rapto de sinceridad poco común entre los altos funcionarios oficiales, afirmó que el gobierno aún no conseguía entender las razones de esta ola de protestas, porque las mismas tenían un formato absolutamente distinto a las del pasado.
“Tenemos que buscar entender su complejidad. Son nuevas formas de movilización que nosotros, los de la generación del 70, 80 ó 90 no conocíamos. El advenimiento de las redes sociales, la voluntad de participación que crece y sale de Facebook para la práctica, al tiempo que trae, como ellos dicen, un nuevo repertorio de temas”, dijo este ex seminarista que ha sido brazo derecho de Lula y ahora lo es de Dilma Rousseff.
“Da la impresión de que en la sociedad brasileña, nosotros superamos algunos obstáculos de la democracia, de incluir mucha gente, pero la sociedad quiere más. En la cuestión de la movilidad urbana tenemos un problema. La flota de ómnibus de Sao Paulo es la misma de siete, ocho años atrás. Tenemos un problema grave de transporte aquí en Brasilia (la capital)”.
“Si no somos sensibles –añadió-, si nos cerramos a ese tipo de reivindicaciones, iremos a contramano de la historia. Tenemos que intentar entender y abrir canales de diálogo”.
Precisamente, por ese lado se bajó la Presidenta Dilma Rousseff cuando tres días más tarde propuso, a través de cadena nacional, un pacto con la ciudadanía para buscar mejorar los servicios públicos, admitiendo que al Ejecutivo no le había quedado otro camino que hacerse cargo de las demandas expresadas, en forma tumultuosa, por la calle.
El juego de las explicaciones. Mientras tanto, un sinnúmero de analistas –algunos, como siempre, con más conocimiento que otros, pero no pocos improvisados y superficiales- compiten para ofrecer explicaciones acerca del violento despertar de un gigante que parecía dormido y entregado a los ensoñaciones de un presunto “Brasil potencia”, que al parecer tiene pilares no muy sólidos.
Un breve resumen de las mismas podría ser éste: i) la emergencia de una nueva clase media que busca defender el espacio obtenido y no caer de nuevo al despeñadero de la pobreza; ii) el empoderamiento de las redes sociales y sus efectos asociados; iii) el auge del discurso antipolítica y anticorrupción, como actividades intrínsecamente equiparables; iv) el inicio del desgaste del gobierno de Dilma tras tres años de relativa bonanza social y autocomplacencia (desempleo relativamente bajo, aunque amenazado por la inflación y el estancamiento del crecimiento del PIB); v) oleada cíclica de descontento en una sociedad que viene de un largo período de calma y con demandas desagregadas -demarcación de tierras indígenas, Movimiento de los Sin Tierra (MST) o a favor de admitir sólo a candidatos a cargos electivos con “ficha limpia” (vale decir, sin antecedentes de actos delictuales como forma de evitar la corrupción); vi) la aparición de nuevas generaciones que pretenden asumir protagonismo político, tal como lo tuvieron sus padres en la lucha contra la dictadura, por las “elecciones directas, ya”, en el período de transición a la democracia, o la batalla de los “carapintadas” contra el fiasco del gobierno de Fernando Collor de Melo, que prometió que iba a cazar a las “maharajás” de la corruptela y terminó hundido en las mismas prácticas opacas que antes había denunciado.
Sumésele a eso la ventana de visibilidad excepcional que ofreció una copa de fútbol, que enfocó los reflectores del mundo sobre Brasil, para tener todos los ingredientes de una “tormenta perfecta”. Y si a ello le agregamos problemas de gestión política que se arrastran desde hace mucho tiempo (y que no son exclusivos de un sector o grupo de partidos en particular sino que tienen carácter sistémico), más esa ola de rebeldía mundial que aun siendo de carácter difusa admite como regla común a una ciudadanía que cuestiona las bases de la democracia representativa al recordar que en ella (y sólo en ella) reside la legitimidad de la soberanía popular, tenemos un cuadro de una complejidad nada menor.
Signos de alarma. Muchos se quedarán con el detalle: que la silbatina a Dilma en la inauguración de la Copa Confederaciones en Brasilia dio la voz de alerta. O que el hecho de que un “outsider” como Celso Russomano partiera liderando en 2012 la elección para prefecto (alcalde) de Sao Paulo, que finalmente ganó Fernando Haddad, apadrinado por el “dedo mágico” de Lula, fue otra señal indudable de que un malestar sordo con el establishment comenzaba a gestarse desde la base.
Como síntoma, en todo caso, lo segundo fue mucho más expresivo que lo primero, pues no hay que olvidar que ni el “inoxidable” Lula se salvó de algunas pifias en los Juegos Panamericanos de 2007, en Río, como bien lo recordó una analista generalmente crítica del PT, Eliane Cantanhede, en “Folha de Sao Paulo”. Una cuestión más bien anecdótica, si se recuerda, además, que los que silbaron a Dilma no eran representantes del “pueblo” precisamente, pues pagaron 500 reales (US$ 250) para entrar al estadio.
Lo de Russomano, en cambio, es más decidor, pues se entrelaza con la emergencia de los 40 millones de brasileños que pasaron, entre 2003 y 2010, de la clase D a la C, integrándose a la llamada “nueva clase media”, que en base al endeudamiento y la movilidad social compró su heladera, su televisor plasma e incluso hasta un auto. El que cientos de miles de paulistanos le hayan dado su apoyo preliminar a un ex periodista de la televisión que denunciaba en pantalla los abusos del comercio, y que contó luego en su campaña con el apoyo de la poderosa Iglesia Universal del Reino de Dios, fue claramente indicativo de que los sacados de la pobreza por el “lulismo” tal vez estaban en búsqueda de algo diferente al PT y también a sus tradicionales adversarios, el PSDB, de José Serra, Fernando Henrique Cardoso y Aécio Neves.
No será ésta, por cierto, la primera vez en que un gestor de cambios históricos -en este caso, el PT- termine siendo “traicionado” por los beneficiarios de dichos cambios.
Aunque tal vez también sea oportuno decir que, a pesar de las imágenes de manifestaciones que reflejan un profundo descontento, quizás sea un poco “prematuro” –como decía Mark Twain- dar por muerto al Partido de los Trabajadores, cuyo ciclo histórico, según nuestro modesto y leal entender, está muy lejos de su conclusión.
Pese a que, por cierto, entre los que protestan hay opositores encendidos que no dudan en levantar lemas como “Lula, el cáncer de Brasil…”. O en agredir a quienes, llevando poleras y banderas del PT o de la CUT, la central sindical afín a él, se han querido sumar a las marchas para no cederles la calle a sus adversarios.
Absorbiendo el golpe. ¿Por qué creemos que el PT puede absorber el impacto del “reventón” social?
No se necesita ser un experto en la teoría de los sistemas del sociólogo Niklas Luhmann para saber que el “petismo” puede aprovechar los ruidos exteriores para corregir a tiempo su sintonía con una sociedad interpelante de la que el ejercicio del poder lo había alejado.
No es despreciable, por otra parte, el hecho de que Rousseff, incluso habiendo perdido ocho puntos de adhesión en las últimas encuestas, mantenga 55% de popularidad que ya se quisieran la mayoría de los presidentes latinoamericanos y también europeos. Y que el PT conserva la carta bajo la manga de poder presentar al imbatible Lula (tremendamente popular en la base de la pirámide social), si la imagen de Dilma sigue cayendo, como su abanderado para los comicios de octubre de 2014. Opción que el propio Lula ha desechado, por ahora.
El blanco de la furia de la calle, además, son los palacios. Todos los palacios, y no sólo el Planalto (la sede del gobierno federal), como recordó hace poco Eliane Cantanhede. De hecho, el que dio la orden de reprimir el 12 de junio pasado, tratando de apagar con bencina el incendio social (y logrando, por cierto, el efecto contrario), fue el gobierno de Sao Paulo, que no es comandado por el PT, sino por el “tucano” Gerardo Alckmin, dirigente del PSDB, la socialdemocracia brasileña.
Por lo pronto, y hasta nueva orden, lo que sí está claro es que las protestas no perderán fuerza a breve y mediano plazo, por más que sus primeros convocantes -el Movimiento Pase Libre, formado, en su mayor parte, por universitarios paulistanos- hayan decidido hacer una “pausa” reflexiva y no convocar a nuevas movilizaciones. La dinámica ya está instalada y es difícil que se extinga de un momento a otro.
De hecho, en Brasilia un grupo de manifestantes se reunió el domingo 23 en forma espontánea en el Museo de la República para ver cuáles serán sus próximos pasos. Y decidió, en principio, enfocarse en las reformas políticas, porque, como dijo un dirigente de la “Marcha del Vinagre (remedio casero anti- lacrimógenas)”, “quien pide todo, no pide nada y no gana nada tampoco”.
Y dentro de las reformas políticas, dijeron estos autoconvocados, el eje lo pondrán en el impulso de dos propuestas de enmienda a la Constitución (PEC), las números 37 y 33. La primera da garantías al Ministerio Público y a la policía para investigar sin cortapisas hechos de corrupción dentro del Estado. Y la segunda aumenta el control sobre las acciones del Supremo Tribunal Federal por parte del Congreso Nacional.
No es mucho como programa ni pliego de peticiones, si se considera que el arco de las demandas del “malestar difuso” va mucho más allá de estos dos temas, e incluye reivindicaciones relacionadas con derechos humanos, seguridad ciudadana, pluralidad informativa y servicios públicos. Pero tampoco es menor como paso inicial para un movimiento que no desea terminar, por lo que se ve, como el de los “indignados” de España, que tuvo gran repercusión mediática pero escasos frutos concretos.