No es cosa de llegar y cambiar un mapa. Pregúntenle a un croata o un palestino. Europa sabe de estas cosas y se suponía que la UE era un mecanismo jurídico y político para enterrar los oscuros recuerdos del siglo XX, con sus masacres y deportaciones masivas. Pero, al cuarto año de crisis, comienzan a asomarse los primeros asomos de crisis cartográfica. Y no precisamente en la periferia. Un habitante por cada siete que hay en Cataluña salió hace poco a la calle para expresar su preferencia por un color propio en el mapa, bajo el nombre de Catalunya, con ny como Lluis Companys, el político que en 1934 proclamó desde la plaza de Sant Jaume el Estado Catalán de la República Federal Española, de brevísima duración (un día, para ser exactos).
Quizá exagere al decir que ese día, el 6 de octubre, comenzó la Segunda Guerra Mundial. Porque el gobierno central de Madrid, encabezado por el derechista Gastón Lerroux, proclamó rápidamente el Estado de Guerra. En Barcelona se produjeron tiroteos entre la policía local (los mossos d’esquadra), brigadas anarcosindicalistas y el ejército leal a Madrid. La aventura soberanista catalana y se saldó con unos 46 muertos, 3.000 detenidos y unas cuantas condenas a muerte que fueron conmutadas y luego amnistiadas. Un poco de comedia antes de la tragedia. Tres años después, en 1937, el general Domingo Bartet, militar que sofocó con mano blando a los soberanistas catalanes, fue fusilado por órdenes de Franco.
Por cierto, nada de esto volverá a ocurrir. Hoy las estructuras socioeconómicas y demográficas de España y de Cataluña son demasiado diferentes. La izquierda y la derecha radicales eran fuerzas políticas articuladas, con liderazgos fuertes en los años 30. Y el ejército español, que en 1934 llevaba varias décadas librando una guerra colonial en Marruecos, es hoy una fuerza de la OTAN.
¿Qué tan grave es, entonces, la incipiente crisis del sistema autonómico creado durante la transición? Financieramente gravísima y políticamente explosiva. Lluis Bassets afirma en su blog de El País que si cae Cataluña cae España, y si cae España cae el euro. Así de simple. Porque Catalunya es la Alemania de España, pero está como Grecia. Quebrada, sin un duro. Cataluña habría pedido rescate europeo hace rato, pero no puede. La soberanía utópica aparece entonces como solución pragmática: cuadrar la caja, la identidad y el orgullo. Tener tu propio banco central y pedirle plata directo a Bruselas, una decisión que Rajoy lleva meses postergando. Como si fuera poco, la crisis pilla al estado español no solo sin una moneda propia que devaluar, sino con su figura simbólica devaluada. Juan Carlos ya no es el joven y firme monarca constitucional que sale por televisión quitándole piso a un golpe de Estado, sino un anciano que se tropieza en actos públicos y diezma por placer la población de paquidermos de Botswana.
Habrá que ver como viene esta versión 3.0 del soberanismo catalán. Si como sitcom, o reality, como una guerra por Twitter, la expulsión del Barça de la Copa del Rey o del capítulo catalán de la Real Academia de la Lengua. Dependerá no solo de 7 millones de catalanes y unos 37 millones de españoles (descontando a los vascos, que tienen agenda propia), sino del reducido mundillo formado por la clase política y los doctores del derecho constitucional. O tal vez la clave esté donde realmente se arreglan estas cosas hoy: en los mercados. ¿Qué dicen en Zúrich, Frankfurt y Londres? ¿Qué dicen Botín y el BBVA? La solución más lógica seria dividir la actual deuda pública de manera proporcional, ofrecerlo a los acreedores mediante un canje y federalizar el país, vieja ambición de los republicanos españoles y anatema para los monárquicos. Pero eso tomaría meses, quizá años, y Rajoy no es precisamente Winston Churchill. No son los mismos peligros de 1934, pero tampoco hay que subestimar a una derecha con miedo y a un nacionalismo agrandado.