Para Sebastián Beltrán,
amadísimo hijo, en la perfecta edad
en que la felicidad es cosa nuestra…
Esta semana se cumplieron diez años de un viaje a Colombia que marcó la vida de los mexicanos.
Tuve la oportunidad de atestiguar aquel momento y conocer entonces al presidente Álvaro Uribe y a su ministro de la Defensa, Juan Manuel Santos, quienes recibieron con honores a Felipe Calderón.
Ambos le contaron al visitante cómo estaban replegando a la guerrilla, a la delincuencia y al narco. Vivían días de euforia marcial por la reelección.
Aquí, con el posconflicto electoral aún punzante, faltaban menos de dos meses para el relevo en Los Pinos.
Así que el presidente Vicente Fox prestó a su sucesor el TP02 para que hiciera una gira por países latinoamericanos.
El presidente electo tocó base con Alan García en Lima, con los Kirchner en Buenos Aires, con Lula en Brasilia… Y se afanó por entablar con ellos una buena relación.
Pero en ningún momento Calderón lució tan entusiasmado como en su estancia en el Palacio de Nariño, donde Uribe y su ministro le dedicaron la mañana del 4 de octubre de 2006.
Como enviada de Excélsior, cubrí aquella maratónica visita que, según confesaría el ex mandatario mexicano, lo inspiró para diseñar su estrategia de seguridad.
Al registrar el encuentro, el periódico colombiano El Tiempo afirmó: “Parece que hubo química a primera vista entre los presidentes Uribe y Calderón. Tanta, que se ve venir una llave (amistad) muy fuerte de los dos mandatarios de tendencia conservadora más destacados en el continente”.
Y así fue. El mexicano se trajo el concepto de seguridad democrática y ambos impulsaron un acuerdo comercial al margen del Mercosur.
Fue en Bogotá, esa tarde lluviosa de hace una década, donde Calderón perfiló el giro que le daría a su gobierno, después de haber prometido centrarse en el empleo: “La seguridad pública será una de mis prioridades. Hay que recuperar la tranquilidad de las calles”.
Cuando los aplausos al gobierno por declararle la guerra al narco cedieron el paso al cuestionamiento, Uribe defendió la viabilidad de la estrategia. Y alegó que aquí se logró en cuatro años lo que en Colombia duró dos décadas.
Uribe impactaba con su vehemencia y convicción de que el único camino era, como decía su lema, “mano firme, corazón grande”.
Así que la comparación era obligada con su relevo, Juan Manuel Santos, quien el 22 de julio de 2010 hizo una visita de cortesía a Los Pinos como Presidente electo.
Con un dominio escénico sobresaliente, el futuro mandatario colombiano desplegó su capacidad de palabra y empatía. Imposible desestimar la fuerza de un personaje con apuesta política propia. No era ni copia ni prolongación de su antecesor.
Y así lo comprobamos en octubre de ese 2010, cuando en la Cumbre Mesoamericana en Cartagena de Indias advirtió que si la legalización de la mariguana avanzaba en California, era la hora de revisar con Barack Obama la estrategia antidroga.
De ese pronunciamiento de Santos surgió la declaración que sumó a México, Honduras, El Salvador, Guatemala, Panamá y Costa Rica para reclamar a las naciones consumidoras que no pidieran criminalizar las drogas que ellos despenalizaban.
El presidente Calderón se sumó a la convocatoria de replantear esa política. Pero no dejó de ventilar su nostalgia por Uribe, a quien dijo extrañar en la batalla compartida.
A partir de entonces, Santos se deslindó de la estrategia de la que fue ejecutor como secretario de la Defensa y construyó su ruta de negociación con las FARC -ligadas al narco- para finalizar un conflicto armado de medio siglo.
Uribe combatió el acuerdo de paz suscrito por el gobierno y resultó ganador en el referéndum del domingo, con el “No” por encima del “Sí” por una diferencia de 0.5%.
Sin embargo, inmediatamente, el ex presidente y el Presidente respondieron al mandato de las urnas para replantear el acuerdo y hacerse cargo de la sociedad que representan y que, con sus diferencias, polarizaron.
¿Qué hará?, le preguntaban a Santos. “Perseverar, perseverar, perseverar”, respondía este lunes.
En medio del ajuste de la negociación con las FARC, a fin de responder a los inconformes con el acuerdo del gobierno, el Presidente colombiano ganó la madrugada de este viernes el Premio Nobel de la Paz.
Es un galardón que abona en el diálogo como vía para consolidar la democracia y la gobernabilidad.
Habrá quienes interpreten esta coyuntura como una derrota para los duros. Y verán en los ex presidentes de Colombia y México la cara de la fallida ruta militar. Pero los gobernantes responden a la circunstancia global de su tiempo. Y sería mezquino regatearles a Uribe y a Calderón la capacidad que demostraron para actuar y tomar definiciones. La tragedia radica en lo contrario, en la parálisis, en dejar hacer y en dejar pasar.
Por eso ahora que la colombianización ya no es sinónimo sólo de sicarios, vale preguntarnos si tendremos en México un Juan Manuel Santos dispuesto al lema de que “hacer la guerra es muy popular, hacer la paz es muy difícil”.
No necesitamos un Nobel. Pero nos urge pasar a otra fase, la de la rectificación, la de tocar heridas y diseñar suturas, la de escuchar a todas las voces, la de no conformarnos con administrar la violencia criminal.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.