En junio de 2018, publiqué en este medio una columna titulada "No Hubo giro a la izquierda, no habría giro a la derecha". Su tesis era que, en nuestra región, ni las victorias electorales de la izquierda a inicios del siglo XXI, ni las victorias recientes de la derecha se explicaban con base en preferencias ideológicas (en encuestas de opinión, la mayoría de los votantes se ubican en torno al centro político), sino con base en la evaluación que los votantes hacían de los gobiernos precedentes. Por ejemplo, en 2018 los mexicanos votaron por un populista de izquierda como alternativa a los cuatro gobiernos de derecha que precedieron la elección, y los brasileños votaron por un populista de derecha como alternativa a los cuatro gobiernos de izquierda que precedieron la elección: habría pesado más la intención de castigar gestiones fallidas que la de premiar una opción particular. Precisamente porque se trata más de una reacción contra el statu quo que en favor de una posición política es que esta se expresa en forma indistinta contra gobiernos de derecha (en Chile y Ecuador) o de izquierda (en Bolivia y Nicaragua). ¿Qué causas transversales podrían explicar un malestar relativamente extendido? Una posible respuesta es que América Latina pasó de crecer a una tasa media de 4% durante el boom de las materias primas, a crecer sólo un 0,6% este año, según estimación del FMI. Otra podría ser la dimensión regional de escándalos de corrupción como el de Lava Jato.
Pero también existen temas específicos a cada caso. Al igual que Alberto Fujimori en 2000, por ejemplo, Evo Morales pudo postular en 2014 a un tercer mandato consecutivo (bajo una Constitución que sólo permitía dos), a través de la versión boliviana de nuestra "interpretación auténtica": ambos argumentaron que se trataba de su segunda candidatura bajo la nueva Constitución.
En 2016, Evo Morales intentó sortear esa restricción constitucional a través de un referendo en el que, según propia versión, debía ser el pueblo quien decidiera si podía ser candidato a la presidencia por cuarta vez consecutiva. Constituía una apuesta riesgosa porque, a diferencia de lo que ocurre en las elecciones generales, un referendo sobre la candidatura de Morales permitía forjar de modo espontáneo la unidad de la oposición en torno a un monosílabo: no. Y así fue, Evo Morales perdió el referendo.
Morales apeló entonces a su control de otras instituciones del Estado. El Tribunal Constitucional Plurinacional aceptó el alegato según el cual poner cualquier restricción al número de veces en que una persona podía ser candidata a un cargo de elección popular constituía una violación de los derechos políticos que consagra el artículo 23 de la Convención Americana de Derechos Humanos (que garantiza, entre otros, el derecho a elegir y ser elegido). Es decir, la Constitución que aprobara una Asamblea Constituyente de amplia mayoría oficialista y ratificara el pueblo en referendo, atentaba contra los derechos políticos de los bolivianos (cosa de la que nadie se había percatado antes de que los derechos políticos presuntamente vulnerados fueran los de Evo Morales).
Luego, Morales recurrió a un Tribunal Supremo Electoral (TSE), en cuya independencia (según las encuestas) no cree la mayoría de los electores. Como si buscara confirmar esas sospechas, en otro paralelo con la reelección de Alberto Fujimori en 2000, el TSE suspendió la transmisión rápida de los resultados (que auguraban una segunda vuelta, lo cual ha de haber provocado en el oficialismo reminiscencias del referendo de 2016), para reanudarla al día siguiente, pero concediendo ahora la victoria a Morales en primera vuelta. Esa es la razón por la cual la Misión de Observación Electoral de la OEA sostiene que "el TSE presentó datos con un cambio inexplicable de tendencia que modifica drásticamente el destino de la elección y genera pérdida de confianza en el proceso electoral". A quien tuviera dudas sobre la independencia de las misiones electorales de la OEA, cabría recordarle que estas establecieron que ni las elecciones peruanas en 2000 ni las hondureñas en 2017 fueron libres o justas bajo estándares internacionales.
Pensemos ahora en una de las posibles implicaciones de lo ocurrido en Bolivia para nuestra región. Si establecer restricciones al derecho a ser elegido para un cargo público contraviene la Convención Americana de Derechos Humanos y esta tiene prioridad sobre cualquier norma de derecho nacional, entonces, la mayoría de Estados que son parte de esa Convención (incluyendo al Perú) la estarían violando al impedir la reelección indefinida de sus gobernantes. Suerte que Martín Vizcarra no sea realmente el castro-chavista de veleidades autocráticas que describen algunos de sus opositores, porque de serlo tendría servido el argumento para buscar eternizarse en el poder.