El Poder Judicial está enfermo. Los signos de la infección son evidentes y las repercusiones para la institucionalidad democrática del país difícilmente pueden ser mayores. Al final de cuentas, los presidentes son reemplazados cada cuatro años y los diputados también van y vienen. ¿Qué podemos hacer cuando los magistrados de la Corte —que para efectos prácticos son inamovibles en sus cargos— son los cuestionados?
En este caso, el país está a merced de los jueces y de su buena voluntad para autofiscalizarse. Para mala fortuna nuestra, todo apunta a que en el Poder Judicial se ha instalado una amplia red de cuido cuyos tentáculos apenas estamos descubriendo. Nuestra única defensa ante esta realidad radica en la presión que la opinión pública —con los medios como punta de lanza— pueda ejercer para romper este entramado de compadrazgos y lealtades mutuas.
En el ojo del huracán está Celso Gamboa, quien en menos de dos años como magistrado de la Sala III se ha erigido en una de las figuras más poderosas y polémicas de la Corte. Se trata de un individuo con una marcada vocación por llamar la atención, que gusta cultivar sus relaciones con el poder político, que presiona públicamente a medios de comunicación y que incluso se siente facultado para darle órdenes al ministro de Seguridad por Twitter. Su relación con el cuestionado Juan Carlos Bolaños —a quien le sirvió de escolta por los pasillos judiciales— es solo una manifestación de una conducta más amplia que resulta altamente irregular para un magistrado de la Sala de Casación Penal.
Pero si Gamboa hace y deshace en el Poder Judicial es porque se siente seguro. No es un secreto que goza de una fuerte amistad con varios de sus colegas —sobre los cuales recae en última instancia su futuro— incluyendo el presidente de la Corte. Por eso no sorprende la reticencia que ha mostrado la Corte Plena para suspenderlo mientras se investigan sus inusitados lazos con el empresario cementero.
El fiscal general también es parte integral de esta red de cuido. Sin embargo, su posición se ha vuelto insostenible. Hasta hace poco, la labor de Jorge Chavarría había dejado mucho que desear, pero las revelaciones de la última semana son mucho más preocupantes.
La desinfección del Poder Judicial debe empezar con su renuncia al frente del Ministerio Público.
*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.