La democracia constituye supuestamente un método de toma de decisiones colectivas para descubrir cuál es el interés general de una sociedad. En la democracia directa, ese interés general emerge directamente del sufragio de los ciudadanos; en cambio, en la democracia representativa, son los políticos electos quienes, según nos aseguran, persiguen ese interés general en nuestro nombre.
La realidad, sin embargo, caso mal con el anterior relato. De entrada, el interés general como expresión de la voluntad colectiva simplemente no existe; y, como consecuencia de lo anterior, el proceso político no se orienta a canalizar tal inexistente interés general, sino a incrementar las opciones de reelección de las oligarquías gobernantes. Es decir, la actividad política de cada partido tiene como auténtico propósito maximizar sus perspectivas de votos en los futuros comicios electorales, y para ello nada mejor que sobornar a los ciudadanos mediante todo tipo de prebendas financiadas por el conjunto de los contribuyentes. Una forma moderna de comprar el voto pero con dinero ajeno, no propio.
La negociación parlamentaria de los Presupuestos Generales del Estado de 2017 ha sido un claro ejemplo de este mercadeo parasitario merced al cual Ciudadanos, PNV, Coalición Canaria y Nueva Canaria han terminado brindando su apoyo a las cuentas del Partido Popular a cambio del preceptivo reparto de varios miles de millones de euros entre sus respectivas clientelas electorales. No es que estemos ante un fenómeno inédito (incluso cuando un partido disfruta de mayoría absoluta, existen negociaciones internas entre grupos de control para repartir los fondos presupuestarios de acuerdo con sus intereses), pero la frágil aritmética parlamentaria del PP sí nos ha permitido visualizarlo con mucha mayor claridad.
Así, los 32 diputados de Ciudadanos han dado el ‘sí’ a cambio de 4.000 millones de euros (destinados a dependencia, justicia, formación o I+D): una media de 125 millones de euros por diputado. A su vez, los cinco diputados del PNV han prestado su apoyo a cambio de 4.245 millones de euros a lo largo del próximo lustro (conseguidos a través de una alteración prospectiva y retrospectiva del cupo), esto es, unos 850 millones anuales o 170 millones de euros por diputado. Coalición Canaria cerró el acuerdo de su única diputada a cambio de 1.362 millones hasta 2019 (desvinculando el REF canario de su sistema de financiación autonómico), esto es, una media de 454 millones de euros anuales por diputado. Y, finalmente, Nueva Canaria se echó a los brazos del Partido Popular a cambio de 204 millones de euros para los próximos seis meses (en forma de diversas transferencias e inversiones para Canarias), es decir, una media de 408 millones de euros anuales por diputado.
Comprobamos, pues, que nuestros próceres muestran una excelente predisposición a comerciar con su voto por unas sumas que oscilan entre los 125 y los 450 millones de euros anuales. Ése es, ahora mismo, el precio de la pieza de diputado en España (descuento por volumen de ventas incluido: a mayor número de diputados, menor precio unitario). Y dado que, en las últimas elecciones generales, cada diputado concentró una media de 69.000 sufragios ciudadanos, tales cifras significan que indirectamente se está tasando la fidelidad de cada votante entre 1.800 y 6.500 euros por año.
Evidentemente, existe una cierta simplificación en tales cálculos: no es lo mismo destinar recursos a proporcionar un servicio general e imprescindible para la convivencia social (por ejemplo, la Justicia) que entregar un cheque en mano a los potenciales votantes de un determinado político. Lo primero sí se acerca más a un concepto impersonal, imparcial y universal de “interés general”, mientras que lo segundo es un mero cohecho electoral. Pero efectuada esta necesaria salvedad, también debería ser obvio que la política —en España y fuera de España— constituye un continuado tráfico de dinero, privilegios e influencias a cambio de poder: los políticos demandan lo segundo y lo pagan ofertando lo primero. La negociación de los presupuestos acaso sea la escenificación más grotesca de este obsceno menudeo político a costa de los ciudadanos, pero desde luego no es el único escenario en el que se produce. Cualquier ingenua idealización romántica de la política debería abrir los ojos ante la cruda realidad.
Una cruda realidad que, en definitiva, sólo reafirma la imperiosa necesidad de limitar estrictamente las enormes potestades con la que hoy cuentan nuestros gobernantes para utilizarnos a todos como moneda de cambio en sus ambiciones personales. Adelgazando los presupuestos generales del Estado también restringiremos su margen de maniobra para crear redes clientelares con nuestro dinero.
*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios publicos ElCato.org.