Todas las familias felices se parecen entre sí -reza la famosa cláusula inicial de Ana Karenina, del gran Tolstói-; cada familia infeliz lo es a su propia manera".
De igual forma se me ocurre a mí pensar en la violencia latinoamericana: cada país notoriamente violento de la región lo es a su propia manera. Aunque casi todos, hoy día, exhiban como elemento común el narcotráfico.
Sin embargo, pese al denominador común, las atroces matanzas de México, por ejemplo, donde la decapitación en masa es la rúbrica del mensaje intimidador, sangriento recordatorio, que enfatiza lo que está en juego, tienen un cariz que, de no resultar macabro, podría llamarse "cultural", y que las distingue de los indiscriminados atentados dinamiteros de la Colombia de hace tres décadas.
Durante más de 60 años ha corrido la tinta en el país vecino tratando de explicar las causas de su endémica violencia cuando vino el narcotráfico a embrollar las bien masticaditas historietas marxistas con que las FARC solían legitimarse.
En cambio, las "gangas" centroamericanas, formadas inicialmente por irregulares desmovilizados de las guerras salvadoreña y guatemalteca, y que hoy como ayer, siguen reclutando adolescentes, no precisan de ideología ni consignas para exportar sus usos y valores hasta el peligroso confín del este de Los Ángeles, y disputar territorio a las no menos letales bandas sudasiáticas que proliferan en California.
"Ganga": voz que en español peninsular designa "lo que se adquiere a poca costa o con poco trabajo" y, en sentido irónico, "algo despreciable y molesto", es hoy un anglicismo centroamericano muy apto, digo yo, para nombrar la letal banda juvenil, armada de fusiles de asalto, dispuesta a rebasar los extremos del delirio homicida en irracionales, interminables guerras territoriales donde lo que está en juego es, irónicamente, la ganga -en el sentido castizo de la palabra- de la narcobuhonería: el crack, el vil bazuco.
Brasil, por supuesto, ofrece superlativos. Los tejemanejes de la industria del preso, la corrupción policial y las guerras del narcotráfico dispusieron que, en mayo de 2006, un solo hombre, encarcelado en un recinto de máxima seguridad, dirigiese setenta motines simultáneos en otras tantas prisiones del estado de São Paulo, y durante una semana mantuviese en jaque a la policía y el ejército, causando entre ellos no menos de cuarenta muertos. En una sola noche de represalia, las "fuerzas del orden" abatieron a más de cien sospechosos.
Vistas las cosas así, con criterio discriminador de los "estilos", la violencia en las ciudades y poblados suburbanos de Venezuela puede reclamar un talante y una práctica idiosincrásicos.
La ofuscación de la vida cotidiana en un país tan disfuncional como el nuestro, en el que los medios de comunicación -salvo las consabidas excepciones- no descuellan sino por su enorme disposición para banalizar cualquier diagnóstico y tramolar frases hechas, nos ha llevado a convenir que una misma palabra arrope todo el repertorio de la violencia criminal: "inseguridad", le decimos.
Inseguridad, en Venezuela, quiere decir casi 20.000 homicidios al año y, según cuentas oficiales, que la tasa de homicidios anuales es más del doble del "mejor" promedio latinoamericano. Observadores independientes colocan esa tasa en 140 muertes por cada 100.000 habitantes, lo cual vendría a hacer de Caracas uno de los lugares más letales del globo.
En cualquier caso, 19.000 homicidios triplican las muertes de civiles de un mal año en Irak, país con una población similar en número a la nuestra.
Un rasgo singularizador de la violencia venezolana es el móvil baladí y la saña. La gente de mi generación recuerda cómo el consejo habitual en la ya fragosa Caracas de los años 70 era mantener la calma y no resistirse a un atraco pues, según una lógica bastante llevadera, el asaltante solo quería tu reloj, tu billetera: no estaría especialmente interesado en asesinarte; cuanto más rápido y fácil resultase el lance, mejor para todos.
Si algo resulta tanto o más alarmante que la inseguridad misma, es el cariz vesánico que cobran la razzias del "malandraje" en las ciudades venezolanas. Los caídos reciben un promedio de cinco balazos, pero los hay que presentan 14 ó 20 perforaciones.
Los caraqueños de mi generación recordamos con nostalgia los años setenta, cuando la recomendación paterna a los hijos que salían de juerga era: "Ya sabes, si te atracan, no te resistas; el malandro solo quiere tu dinero y el reloj".
Hoy día, sin embargo, pocas cosas pueden sublevar más a un malandro "engorilado" por el crack que una víctima servicial que muestre demasiado desprendimiento: significa que puede reponer el celular y que el coche está asegurado. Significa que es rico -"ser rico es malo", solía predicar Chávez- y normalmente recibe una ráfaga en la cabeza.
Si ello no ocurre, el saludo venezolano al sobreviviente trae consigo una invariable fórmula de cortesía. "Saliste en caballo blanco, te salió barato el inning, ha podido ser peor".
*Esta columna fue publicada originalmente en ElMundo.com.ve.