De acuerdo con las necesidades políticas, ideológicas y sociales del presente, se reconstruye una y otra vez la historiografía, ajustando de manera distinta las lentes a través de las cuales se mira el pasado. Para comprobar lo anterior, basta con comparar los contenidos de los libros de texto escolares de distintas épocas y hacer lo mismo con los discursos pronunciados en las celebraciones de las efemérides nacionales.
Sin embargo, también hay elementos menos explícitos, pero fuertemente simbólicos, de por dónde va la cosa, como lo son las estatuas públicas y los nombres de calles y avenidas que dicen mucho acerca de cómo cada sociedad particular juzga o evalúa su pasado y proyecta su futuro.
La disputa registrada en Estados Unidos en el primer año de la Presidencia de Donald Trump, por las exigencias de retiro de los espacios públicos de las estatuas de personajes miembros de las fuerzas segregacionistas del sur durante la guerra civil norteamericana, da fe, sin duda, de que en aquel particular presente en el que gracias al flamante Presidente cobraban fuerza renovada las corrientes supremacistas blancas, en el otro lado del espectro político se volvía imperiosa la necesidad de afirmar el compromiso con los valores liberales e igualitarios. Para lo cual, entre otras cosas, había que dar la lucha por eliminar del panteón de héroes nacionales a quienes hace un siglo y medio lucharon por hacer prevalecer las concepciones racistas vigentes entonces.
El conflicto en cuanto a la designación de héroes y villanos era, pues, una clara representación simbólica de la pugna por establecer la naturaleza del rumbo que se pretendía marcar para el futuro nacional.
En esa misma línea está, sin duda, la reciente decisión del gobierno egipcio de Abdel Fatah al-Sisi, de eliminar de calles y avenidas del país, todos los nombres de líderes y activistas de la Hermandad Musulmana, organización islamista fundada desde 1928 con el objetivo de imponer en la gestión política, social y religiosa del país, una visión fundamentalista islámica opuesta a los valores occidentales importados por los poderes coloniales europeos.
Pero su avance fue bastante limitado, ya que de ahí en adelante, los gobiernos egipcios, tanto en su versión monárquica como en la republicana instaurada a partir de 1952, reprimieron a la Hermandad, aunque dejándole ciertos espacios en áreas relacionadas con el desarrollo social y las actividades de beneficencia.
Esa mínima tolerancia gubernamental se dio con el fin de no antagonizar con la estructura del clero musulmán, cuyo peso en la vida nacional egipcia ha sido siempre relevante.
En síntesis, a lo largo de casi 80 años la Hermandad se mantuvo arrinconada y con activismo reducido, uno de cuyos ejemplos fue el asesinato del presidente Sadat, en 1981. Mal que bien, subsistió en los sótanos de la vida nacional como una fuerza adormilada a la espera de la oportunidad de salir a la luz para tratar de imponer su visión.
Esa oportunidad apareció con el estallido de la llamada Primavera Árabe. El vacío de partidos políticos y de grupos de oposición organizados que formó parte del modelo vertical y autócrata que rigió durante las más de tres décadas de la presidencia de Hosni Mubárak, hizo que la Hermandad, como agrupación casi única con cierto nivel organizativo, fuera la entidad que consiguió captar la mayoría del voto popular cuando, por primera vez, se celebraron elecciones tras el derrocamiento de la dictadura de Mubárak.
Sin embargo, la nueva presidencia recién electa, encabezada por Mohamed Mursi, miembro de la Hermandad, no habría de durar más que un año, ya que en 2013, el ejército asumió el poder mediante un golpe de Estado.
Desde entonces, el presidente Al-Sisi ha gobernado con mano de hierro, encarcelando, silenciando y desapareciendo a sus opositores, entre ellos, a miembros de la Hermandad, calificada ya oficialmente como terrorista e ilegal.
Así, no sorprende la reciente decisión de quitar todos los nombres de las calles que aludan a integrantes de esa agrupación. El objetivo es borrar a ésta de la memoria nacional, aunque no sólo eso. También intenta marcar rumbo hacia el futuro en el sentido de declarar muerta la opción política y religiosa encarnada por la Hermandad. Pero nunca se sabe.
Stalin, por ejemplo, pretendió borrar para siempre a Trotsky, a los zares, y ya sabemos lo que pasó cuando, tras su muerte, la figura del dictador soviético perdió su halo de salvador de la patria.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.