Hace tres semanas escribí en este diario un artículo sobre el derecho de María José Carrasco, una ciudadana española, víctima de una enfermedad terminal, a suicidarse (“¿Quién es el dueño de su vida?”, 7/4/19). Sostuve que las personas tenemos derecho a disponer de nuestra vida y que nadie puede obligarnos a seguir viviendo en contra de nuestra voluntad.
A los pocos días de la publicación del artículo, Alan García se suicidó. Dudé entonces de mi posición inicial. ¿Tenía derecho a hacerlo? Parecían circunstancias diferentes. Mientras que María José buscaba liberarse del sufrimiento de una enfermedad sembrada por el destino, García escapaba de la justicia por los delitos de corrupción que se le imputaban.
Cada vez es más evidente que García iba a enfrentar problemas bastante serios. Las últimas declaraciones de Barata confirman que las cosas no venían muy bien y es muy posible que en los días que siguen se compliquen aún más para Alan, el aprismo y los integrantes de su gobierno. Frente a ello, se levantan voces que reclaman respetar la memoria de los muertos. “Déjenlo descansar”, repiten muchos.
García pasó buena parte de su vida escapando de la justicia. A veces escapó amparándose en el simple paso del tiempo e invocó la prescripción de sus delitos. Otras usó la manipulación judicial. Intentó huir pidiendo un frustrado asilo en el Uruguay. Y finamente huyó sin retorno usando una pistola. Fue él quien jaló el gatillo. Nadie lo forzó. Y, por tanto, a nadie puede imputarse su muerte sino a él mismo.
Podría decirse que la motivación de huir de la justicia priva a su acto de legitimidad y lo diferencia del suicidio de María José. Pero en realidad no existe tal diferencia. Si queremos ser coherentes, Alan García estaba en su derecho de matarse. Si asumimos que la vida es nuestra, corresponde a cada uno disponer de ella. Es una forma de ejercer nuestra libertad.
Sin embargo, no hay libertad sin responsabilidad. El ejercicio libre de un derecho implica someterse a las consecuencias que se derivan de tal ejercicio. Y la responsabilidad no es solo legal. En eso Alan García mostró, como lo hizo en buena parte de su vida, una tremenda irresponsabilidad. Dado que él evadió responder legalmente por sus actos y las imputaciones que estos han generado, corresponde que sea su memoria la que responda.
Huir de la justicia sacrificando su vida no legitima a nadie a huir de la historia entendida como el registro de la realidad. El mismo Alan reclamó el día anterior a su muerte, en una entrevista, que sería la historia la que lo juzgaría. Debemos respetar su última voluntad. Si bien ya no podemos hacerlo responsable legalmente, sí podemos exigir un juicio moral basado en la verdad. Alan García no fue privado por nadie de su derecho de defensa. Él decidió no ejercerla. Por ello su decisión no puede privarnos de nuestro derecho a saber la verdad. Y, por tanto, nada nos obliga a honrar su memoria si no mereciera ser honrada.
Él tenía derecho a quitarse la vida. Pero nosotros tenemos derecho a decidir, con base en los hechos, cómo queremos recordarlo.
*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.