Decíamos en una columna reciente que la actitud frente a la democracia representativa era un tema que divide a la izquierda latinoamericana: hemos vuelto a ver esas divisiones en torno al fallido golpe de Estado que pretendió perpetrar Pedro Castillo. El presidente boliviano Luis Arce, por ejemplo, dijo en redes sociales que “El constante hostigamiento de élites antidemocráticas contra gobiernos progresistas, populares y legítimamente constituidos, debe ser condenado por todas y todos”. Salvo porque (como sostendré en una próxima columna), no queda claro qué hacía “progresista” al gobierno de Castillo, considero que la afirmación inicial de Arce merece consideración.
El problema viene cuando el gobierno del propio Arce, tras la farsa electoral de noviembre pasado en Nicaragua, emite un comunicado en que “saluda al hermano pueblo nicaragüense por la participación y vocación democrática en el proceso electoral”. Si se me permite una digresión, Martha Hildebrandt respaldó en los 70 a Velasco y en los 90 a Fujimori, pero, sean de izquierda o de derecha, siempre respaldó gobiernos autoritarios. El problema, como vemos en el caso de Arce, es que el respaldo al autoritarismo casi siempre revela una hemiplejia moral: virtualmente nadie respalda el abuso de poder en primera persona, solo lo tolera cuando se ejerce en contra de quienes no piensan como uno.
El caso de López Obrador es diferente. De un lado, su gobierno votó en favor de resoluciones críticas del autoritarismo en Nicaragua tanto en la ONU como en la OEA. De otro, sin embargo, dejó de hacerlo en el segundo de esos foros desde la segunda mitad de 2019. Y aunque eso pueda explicarse por los intentos de emplear la OEA para fines políticos por parte del gobierno de Donald Trump, eso no explica por qué el gobierno de México no se pronunció por cuenta propia sobre el fraude electoral de 2021en Nicaragua.
En todo caso, sobre lo ocurrido en Perú, López Obrador dijo, en primera instancia, lo siguiente: “Es un principio fundamental de nuestra política exterior la no intervención y la autodeterminación de los pueblos”. De un lado, no es un acto de injerencia en asuntos internos exigir que un Estado cumpla acuerdos internacionales que suscribió voluntariamente. Más aún, en el caso peruano, fue el propio Castillo quien invocó la Carta Democrática Interamericana antes de violarla en forma flagrante. De otro lado, luego de invocar el principio de no intervención en asuntos internos, lo siguiente que hace López Obrador es opinar sobre asuntos internos de Perú: “consideramos lamentable que por intereses de las élites económicas y políticas, desde el comienzo de la presidencia legítima de Pedro Castillo, se haya mantenido un ambiente de confrontación y hostilidad en su contra hasta llevarlo a tomar decisiones que le han servido a sus adversarios para consumar su destitución con el sui géneris precepto de ‘incapacidad moral’”.
La primera parte de esa opinión tiene algún asidero. El fujimorismo, por ejemplo, no solo no aceptó un resultado electoral legítimo en 2021 sino que, para todo efecto práctico, tampoco lo hizo en 2016. Y desde entonces fue parte de siete intentos de vacancia contra tres presidentes, no solo Castillo. Pero precisamente eso prueba que el problema no se redujo a intentos de subvertir un gobierno de izquierda legítimamente constituido: hicieron lo mismo contra los gobiernos de Kuczynski y Vizcarra. La segunda parte del mensaje de López Obrador, sin embargo, implica sugerir que Castillo no tiene responsabilidad por sus propias decisiones: nada ni nadie lo obligó a intentar un golpe de Estado, como tampoco fue obligado a colocar en el gobierno a personajes corruptos e incompetentes en partes iguales.
Lula, por ejemplo, no cometió ese error, al sostener que “siempre hay que lamentar que un presidente elegido democráticamente tenga ese destino, pero entiendo que todo caminó dentro de los moldes constitucionales”.